domingo, 28 de diciembre de 2014

'Perdición' : La joya negra de Willy Wilder


Por Tesa Vigal 

Se trata de 'Perdición (Double indemnity). Billy Wilder tocó muchos géneros, aunque se le conoce por las comedias. Esta es su película de cine negro y resulta ser la quintaesencia del género. La historia comienza en mitad de una acción. Un coche, haciendo eses y a gran velocidad, aparca en la acera de una calle nocturna y de él se baja un hombre herido que entra en un edificio, en un despacho, y allí cuenta lo que le ha pasado, grabándolo en un magnetófono. Es su voz en off (tan denigrada en el cine, aunque a mí me parece fascinante cuando tiene sentido) la que pone aquí un aire intimista e irrevocable, que contribuye mucho a su atmósfera densa, turbia. Además la historia es un flash back, sabemos cómo va a acabar y, sin embargo, no importa. Lo que importa es saber, vivir, cómo ha sucedido todo. No hay lugar, por lo tanto, para destripar finales. 


Contiene frases que remarcan el olor a destino de la historia, entre las que destacan no sólo el muy especial diálogo de la escena final (de la que luego hablaremos), sino pequeñas puntualizaciones cotidianas como por ejemplo: “me tomé una cerveza, que era lo que realmente me apetecía, para quitarme el sabor amargo de su té”. O: “creí que eras más listo pero sólo eres más alto”. 

La presencia rotunda de Edgar G. Robinson como contrapunto irónico a la pareja protagonista, sobre la que confluyen las líneas sombrías de la vida. La limpieza de una amistad y el agujero negro de ciertas relaciones amorosas. Esas historias en las que a veces se embarca la gente para llegar con ellas hasta el final, como un vuelo misterioso hacia la salida, a sabiendas de su peligrosa dirección y su descontrolado movimiento. Borrachera de la entrega, vuelo alto y suicida, deseo de cruzar los límites cotidianos, emociones al rojo, más al rojo por ser clandestinas. Tristeza enervante y caliente, como el clima de California donde todos parecen nadar como pueden al compás de sus sueños, casi siempre en compañía de su coche y su pistola.


La inquietante escena de asesinato, porque convierte en cómplice al espectador por dos razones. Mientras sucede, fuera de escena, vemos la expresión pasiva de la cómplice-testigo. A continuación el espectador se angustia con los asesinos cuando el coche no arranca.



Y la asombrosa estela de envolvente oscuridad que va dejando tras de sí su protagonista Barbara Stanwyck. Ese tono susurrante al decirle a su amante: “¿recuerdas…?”, cuando éste flaquea y está a punto de renunciar al dinero en la escena del supermercado donde se encuentran clandestinamente, mientras ella se baja despacio las gafas de sol para mirarle a los ojos. En esa frase está contenido el motivo real que les ha unido, más allá del pretexto del dinero, esa aventura hasta el final, esa apuesta mantenida pase lo que pase.


El guión es del propio Billy Wilder junto al gran escritor Chandler, adaptando una novela corta de James M. cain. Y a pesar de sus discusiones a los largo de su escritura, estuvieron de acuerdo para otra escena cuya intensidad hace olvidar el detalle cotidiano de una puerta que se abre en sentido contrario a lo usual. Nadie se fija en ella mientras ve la película. Es la puerta del apartamento del protagonista, que se abre hacia el pasillo, en lugar de hacia el interior de la casa, para permitir mantener en secreto la visita de su amante y compañera en el crimen, escondida tras esa puerta, mientras la inesperada visita del compañero de trabajo, Edgar G. Robinson, que investiga el caso, habla con el protagonista en el pasillo junto al ascensor.


Precisamente otro elemento turbador es la estrecha amistad entre un asesino protagonista y el buen hombre que investiga el crimen, sin saber que es el crimen de su amigo, Fred MacMurray, quien a lo largo de la historia siempre le da fuego a su amigo Edgar G. Robinson. Y en su memorable escena final, se vuelven las tornas. Es Robinson quien se saca una cerilla del bolsillo para encenderle el último cigarrillo a su amigo moribundo. Y surge uno de los diálogos más sutiles y emotivos. El que se está desangrando, a punto de morir, le comenta al otro que no pudo darse cuenta de nada porque le tenía demasiado cerca, al otro lado de la mesa. El otro sólo responde: “Más cerca” .


sábado, 20 de diciembre de 2014

'Abre los ojos' de Amenábar


Por Tesa Vigal

De 1997. Segunda peli de Amenábar. Los actores: Eduardo Noriega, Penélope Cruz, Najwa Nimri, Fele Martínez, Chete Lera. Amenábar recalcaba, en las entrevistas sobre la película, una de las primeras imágenes: La Gran Vía de Madrid desierta a las 10 de la mañana y un chico que acaba de salir a la calle en su coche, contemplándola atónito y turbado hasta que el miedo le hace salir del coche y correr ante esa anomalía, más inquietante aún por ser algo posible y sin embargo absolutamente insólito. Tan extraño que huele a trascendente: algo ha debido pasar. Y lo que es peor, algo está pasando. Fuera, en el mundo exterior, o dentro. Puede que sea cosa de su percepción… Y además está completamente solo. Nadie a quien preguntar, con quien contrastar lo que percibe. 


Es una escena clave por condensar el eje central de la historia. Su tema principal. Aunque también lo hace la escena con la que se abre la película: una voz susurra “Abre los ojos” repetidamente y en la oscuridad. Hasta que una mano apaga el despertador y su mensaje grabado y un chico se despierta. El mismo que saldrá a continuación a la calle desierta. Pero también el mismo que a continuación está hablando con un psiquiatra contándole el sueño de la calle solitaria, tras despertarse de nuevo, oyendo idéntico mensaje en el contestador… Se ha despertado dos veces. Ha actuado en sueños y ha actuado en la vigilia. Pero ¿cuál es cuál?

Además no sólo aparecen en esta historia las experiencias vividas en sueños y en la vigilia, sino también en otra tercera realidad paralela, virtual en este caso, producidas supuestamente por una empresa dedicada ¿a qué en realidad? 


Y las apariencias. No sólo en las facetas con las que nos relacionamos con el mundo, sino el aspecto físico, la “cara” con la que nos presentamos a veces contradictoria, a veces complementaria, a veces una pesadilla, como la cara monstruosa producto de un accidente… El protagonista pasa de triunfador a perdedor, y no uno cualquiera sino un monstruo condenado al aislamiento y al rechazo social.

También hay dos chicas con diferentes nombres, que en un momento dado tienen el mismo. Y momentos ya vividos. Identidades que se derrumban y se crean. La identidad, ese tema que le fascina a Amenábar y que está presente en todas sus películas, más o menos directamente. “¿Quiénes sois?”, pregunta el protagonista en la escena final. Y otro personaje le dice en otra escena “a lo mejor no te gustaría la verdad”.

La historia responde a esas preguntas, pero de una manera tan inquietante y ambigua, que ese es precisamente el enorme caudal sugerente con el que te quedas mientras la ves, y al acabar de verla.

Es de esas películas que te atrapan por completo, casi hipnotizándote, o bien te deja fuera y no la soportas. A mí me fascinó. Me parece la mejor película de Amenábar, por ser la más personal quizás.
       




viernes, 12 de diciembre de 2014

'El buscavidas' (the hustler) de Robert Rossen: la falacia de ganar o perder

Por Tesa Vigal

¿Es ganar depender del poder, entregándole así la victoria?, ¿o ganar es renunciar a futuras victorias a cambio de libertad?

Su sombrío y sucio blanco y negro (ya en la época de todas las películas en color por sistema) es uno de los muchísimos detalles que abarrotan la película, señalándola como algo rabiosamente personal. Tan personal como su director Robert Rossen, que también rodó otra película especial: 'Lilith'. Habla de lo esencial en el cine negro: lo fronterizo. Todos sus personajes lo son, arrastrando con ellos toda su especial carga de ambigüedad,  inocencia o perversión, inadaptación,  valores propios. Una historia sobre la línea que separa, y une, el ganar con el perder, a la que esta peli da la vuelta limpiamente apuntando a la auténtica victoria o la verdadera derrota. Ambas cosas pasan por lo mismo. Traicionarse o no a uno mismo. Venderse, o no.


El recorrido de un inculto, inocente y orgulloso chico de barrio hasta descubrir su potencial real y sus límites, en un viaje vital a través de sus apuestas al billar, del amor y de la gente de alrededor. Sobre todo de los enemigos, esos que nos obligan a desvelar y poner en acción todo lo que no sabíamos de nosotros mismos.

Y el amor como un espejo de todo lo que él es y no había querido mirar. La chica atormentada es también vulnerable y solitaria como él, pero además pone en evidencia su ignorancia, su dificultad afectiva, su lado destructivo.


Cada escena, cada actor secundario, cada palabra y gesto, todo en esta película rezuma atmósfera y significado. Está repleta de presencia. En plural y en singular. Paul Newman se merecía el óscar, por el que estaba nominado, aunque décadas más tarde se lo dieron por otra peli muy, muy inferior (El color del dinero, nada que ver), por pura mala conciencia y con el pretexto de retomar al mismo personaje muchos años después. Interpretaciones inolvidables las de todos ellos, en especial la de la pareja protagonista, porque Piper Laurie es también un derroche de sutilidad y latidos transmisores.

Cuando el mundo no es el culpable de nuestros errores pero nosotros, como Paul Newman, acariciamos aún esa posibilidad inocente y tentadora. Una historia sin salida y con entrada invisible. De perdedores que sólo dejan de serlo cuando se salen del juego.


La mirada eléctrica de Eddie, poco a poco cubriéndose de niebla, de algo desesperado cubierto aún de disimulo infantil, buscando continuamente un punto mágico y salvador desde donde todo se vea diferente. Y la mirada atormentada de Piper oscilando entre el arañazo y la tristeza hundida, en un personaje femenino inusual por dentro y por fuera: una chica con leve cojera, que frecuenta para emborracharse el bar de la estación donde se conocen.

Hasta el final, sí, pero ¿y si el final es esta misma noche? También hasta el final, pero no queda entonces lugar para lo grandioso del no rendirse nunca. Y la vida se convierte en una ola imparable de debilidad. Hasta los “ganadores” de esta historia ganan tristemente. Porque su atmósfera es todo esto, y es un remolino de polvo en la calle que, rápidamente, cae de nuevo para posarse sobre el suelo endurecido. Y la tierra traga saliva, se calla, espera, asimila, y va transformando en el seno de su oscuridad y su silencio, misteriosas semillas con alas.



miércoles, 3 de diciembre de 2014

Los amantes del círculo polar, de Julio Medem

Por Tesa Vigal

Suscribo la cita del gran amante del cine Vicente Molina Foix, que aparece en la página Filmaffinity sobre esta película: “Vigoroso poema elegíaco de Medem. Desmelenada, pero no descabellada, lírica y con una irrompible lógica interna”. Añadiría que es perturbadora historia de amor, extraña, original por trama y su forma de desgranarla. Aunque aviso que no es apta para gente con visión reduccionista de la vida. Lo simple (no confundir con lo sencillo) ni pregunta ni contempla. Sólo lo sensible explora, como esta película, y acaba topándose con el misterio, con el sentido, con el latido de los árboles… 


Dos hermanos, que no lo son. Dos niños se conocen mientras corren por motivos personales. Una, corre para escapar. El otro, corre jugando, persiguiendo un balón. Y ninguno sabe de dónde ha salido el otro, pero nada más encontrarse, ambos se reconocen de manera inmediata y subterránea.

Dos ventanas que dan al mismo jardín nocturno de árboles agitados por un viento lleno de poder.

Contada en primera persona por cada uno de sus protagonistas (Fele Martínez y Najwa Nimri), alternativa y sucesivamente, eso ya remite desde el principio a una subjetividad maravillosamente insolente. Algunas de sus frases apuntan a los temas entrecruzados de su historia: “¿Se puede correr hacia atrás?” (Ana). “Es bueno que las vidas tengan varios círculos” (Otto). Aunque yo prefiero esta otra de Ana: “Lo desconocido se metió en lo conocido”. Cualquiera de esas frases se refiere a lo que trasmite esta película, más allá de su trama. Siempre es fundamental cómo se cuenta algo, pero en algunos casos es decisivo. Esa es, además, una de las características de Medem: la forma de contarlo rebosa de contenido, mientras que en su trama apenas se bosqueja.



En esta historia de amor clandestina, por peculiares motivos personales que no sociales, se remite una y otra vez al recorrido interior de sus personajes, hasta el punto de que lo que sucede fuera es plasmación directa de su recorrido íntimo. En realidad eso le sucede a todo el mundo, sólo que casi siempre de manera inconsciente, o indirecta. Ese enfoque en lo interior y no en el exterior supone una exploración en las contradicciones íntimas, preponderantes en el laberinto personal y ausentes en una historia de lugares comunes, esas enfocadas en lo usual que acaban dejando de lado a las personas vivas implicadas, en nombre de un supuesto mecanismo universal que siempre se escapa en cuanto se profundiza con integridad en una historia amorosa. Porque al ser una relación entre personas el origen y la plasmación del deseo es intransferible, los sentimientos nacidos del fondo del corazón, eso que no tiene fondo, desbordando encasillamientos. 



De ahí que el enfoque de esta historia en los inconvenientes y obstáculos interiores sea una de las cosas que conforman su gran originalidad. Nadie de su familia se opone a que se relacionen, es más, siempre trataron de que se llevaran bien sin lograrlo, aparentemente. Tampoco les separan las circunstancias temporales o de espacio, ya que conviven en la misma casa con sus padres respectivos, emparejados. Pero ellos prefieren mantener su íntima conexión desde la infancia en la clandestinidad elegida del secreto, de lo privado llevado a sus últimas consecuencias, sin que nadie lo sepa. Hasta el punto de hacerles creer a sus padres que no se llevan bien, que apenas tienen contacto…


Dos historias de tiempos distintos que confluyen en un piloto: Otto, el piloto. El primero en el tiempo un soldado alemán que conoce a una campesina española durante la guerra civil. El segundo, el niño protagonista al que ponen ese nombre porque aquel alemán se ha transformado en símbolo amoroso y de paz para su familia. Dos nombres capicúas: Otto y Ana (al que habría que añadir el del propio Medem).

Dos finales cruzados, en los que se narra magistralmente la fusión de los dos hechos y las dos miradas, sin que el espectador esté seguro de si Ana sube la escalera o no la sube, hasta que el plano último del interior de una pupila pone punto y final, a regañadientes. Porque quisieras que la película, que la historia siguiera eternamente, con nuevos círculos concéntricos.



Dos mesas cercanas en la plaza Mayor de Madrid, ocupadas por el destino, que les ha llevado al mismo lugar en el mismo tiempo. Hace tiempo que no se ven y están sentados de espaldas (tercera foto del texto). Ninguno ve al otro, ni siquiera sospecha su cercanía, aunque sus búsquedas tienen la misma melancolía descarada.
Y el sol nunca se pone en el círculo polar donde Ana instala su silla, junto al lago.

Como en el verso de Lou Reed: “Amores legendarios me persiguen en sueños”.


viernes, 21 de noviembre de 2014

La verdad de la ficción: 'La rosa púrpura de El Cairo'

Por Tesa Vigal

‘La rosa púrpura de El Cairo’, de Woody Allen. Historias dentro de historias con idéntico fin: la ficción enseña a vivir. Tiene otras películas fascinantes como “Manhatan”, “Sombras y niebla”, “Annie Hall”, Match point’... Pero ésta es la más peculiar. Su rareza consiste en el tema, inédito en Woody Allen: la naturaleza de lo creado, de la ficción. La realidad de lo ficticio y lo ficticio de lo real. En esta historia ambas realidades se funden en una, aunque nunca se confunden. ‘Midnigth in Paris’ tiene puntos en común: saltos espacio-temporales.

Tom escapándose de la pantalla hacia el mundo real

En los años treinta de la gran depresión, una camarera (Mia Farrow), pobre e infeliz en su matrimonio por un marido desagradable, rudo, insensible y bruto. Su única felicidad consiste en los ratos que pasa metida en el cine, donde se evade descaradamente de su mundo mezquino y desagradable. Pero un día, viendo una película titulada “La rosa púrpura de El Cairo”, uno de sus personajes es consciente de repente de los espectadores que le miran, que miran la pantalla-historia y la traspasa, entrando en la sala de cine ante la estupefacción de los espectadores. Y de sus compañeros personajes en la pantalla, uno de ellos le llama, sorprendido y alarmado: “¡Eh Tom, vuelve aquí!”. 


Y entonces surge una relación personal entre el personaje escapado de la pantalla y la camarera espectadora, que empezará a tomar conciencia de su situación personal, en lugar de soportarla resignadamente. Surgirá un nuevo rumbo en ambos, liberador. Lo imaginario vivo (el personaje escapado de la ficción) quiere descubrir y explorar el mundo cotidiano de los espectadores. Y la espectadora camarera acabará entrando en la pantalla de la ficción con idéntico afán explorador. Eso supone que la camarera deja de usar la ficción para evadirse de su dura realidad, para comenzar a plantearse nuevas posibilidades y hasta soluciones para su vida. Y aunque no lograra cumplirlas, la semilla está echada. Ella deja de mirar y se mete en la historia y esa nueva actitud es la que posibilita nuevos horizontes en su vida personal. Ambos interactúan con la realidad del otro y cuestionan sus respectivas vidas.  
 
 Y además, surgen nuevas preguntas: ¿Hasta qué punto lo ficticio tiene poder materializador? En este sentido ¿pueden llegar a ser conscientes los personajes de una creación? ¿Son conscientes los seres “vivos” de la vida que late en la ficción? ¿Son más reales los sueños o la “vida”? ¿Y los deseos? ¿Son más profundos y significativos unos u otros?... Todas estas preguntas tienen una respuesta personal, igual que el modo de aprender a vivir a través de la ficción. ¿No es ese el motivo de la necesidad que tenemos los seres humanos, de cualquier lugar y época, de que nos cuenten y contar historias? El vuelo de historia, su efecto. Vuelo mental y vuelo emotivo. Vuelo hacia dentro y hacia fuera. Una de sus películas con más alcance, de las que roza más planos y de manera más libre e imaginativa.

   

sábado, 8 de noviembre de 2014

La meta es el camino: 'carretera asfaltada en dos direcciones' de Monte Hellman

Por Tesa Vigal

Hace poco volví a ver ‘Two-Lane blacktop’, de Monte Hellman (aquí traducida como “Carretera asfaltada en dos direcciones”). Mi primer contacto con ella fue a principios de los 80 y, como me pasa con todo lo memorable que leo o veo, la impresión emotiva sigue ahí, igual de turbadora, aunque con el tiempo pueda llegar a olvidar su trama. 


Íntima película existencial porque se pregunta sobre la naturaleza y el sentido de la vida, a través de los hechos cotidianos de tres personas reunidas por el azar o el destino (si es que ambas cosas son diferentes formas de nombrar a la moneda misteriosa del universo). Personajes inusuales en la actualidad, sobre todo el de la chica que va haciendo dedo por las carreteras que surjan, aunque frecuentes en los años 70 de la contracultura, momento en que sucede la historia. Por eso su origen y su desarrollo es un viaje, pero a diferencia de otras muchas historias de carretera, este viaje no tiene motivo conocido ni meta clara, ni siquiera dirección concreta. Y así es como sucede en muchas vidas humanas de cualquier época y lugar. Es un viaje a ninguna parte y a cualquiera. Y el misterio, inevitable e incómodo, del recorrido impregna a los propios personajes. En realidad no se sabe nada de ellos, ni siquiera sus nombres (se llaman entre ellos por enigmáticas iniciales, o incluso por su “papel” en el viaje: “conductor”, driver, uno de ellos, protagonizado por el músico James Taylor. Él es el único que salió indemne de esta película, ya que tanto el batería de los Beach boys, Dennis Wilson, como la chica, Laurie Bird, tuvieron muertes tempranas peliculeras. Ella, se suicidó a los 26 años y el batería del mítico grupo californiano se ahogó en el mar, a los 39 años. 


La interpretación de los tres es perfecta y armónica con la propia historia. Una interpretación sobria, poéticamente seca, que apunta directamente a la naturaleza incomunicativa de la mayoría de las relaciones humanas, en las que todo se calla, o se elude, o se malinterpreta. Porque lo que da más miedo es tomar consciencia de nuestra propia vida y su consecuencia temible: la libertad.

A diferencia de otras películas calladas, ésta tiene acción (incluso la desaforada propia de las carreras de coches clandestinas), pero el silencio es el rey que todo lo empapa. Y cuando el silencio acompaña a un viaje en coche adquiere matices turbadores, que perfilan ásperamente un relieve inusitado en todo lo callado, en cada gesto y cada vacío. Aquí, en esta historia todo es una constante alusión. un malestar de fondo al que no se sabe poner solución, ni siquiera intentarlo.

Pero existe una diferencia sutil entre sus personajes que llega a ser decisiva. La chica aporta claridad rotunda en sus acciones, aunque el resto de sus facetas expresivas quede igualmente sin comunicar. Ella hace dedo y se suma al viaje sin rumbo del 'mecánico' y el 'conductor', durante un tiempo. Y  les deja después, bajándose irreversiblemente de su coche y de su vida. Actúa, reconoce, observa, revela lentamente, espera la respuesta y decide. 


El personaje del mecánico (Dennis Wilson), refleja inconscientemente el vacío resignado. En el conductor respira la sensibilidad, aunque asfixiada por el miedo a la expresión. Y ambos, en definitiva, acaban por elegir sólo sobrevivir, o lo que es lo mismo, vivir para nada. Morir lentamente.

Los tres acaban reunidos durante corto tiempo por la insatisfacción inquieta, que desemboca en pasividad, o ruptura. Y precisamente por eso, por su ausencia, hay momentos en esta historia donde destaca la plenitud del amor o el juego, y en ellos sobrevuela la sed de comunicación plena y álgida, que una y otra vez permanece aquí oculta, subterránea, cercenada.

En mí evoca la plenitud vital de la infancia, o los momentos adultos en que se logra una entrega rotunda al presente, cuando lo que se siente no se reparte con el futuro. “Es”, y luego desaparece suavemente porque se ha puesto todo sobre la mesa. Por eso, y sólo en ese tipo de momentos excepcionales, no queda resaca, no se mira atrás.

Pero luego caes en la trampa de querer el amor en vez de vivirlo, impidiendo que surja, evitando elegir y, en medio de laberintos de miedos y de ideas cruzadas te vuelves impotente vital o adicto a las rutinas. A mí, al menos, me cuesta bastante salir de esa trampa, tanto como al personaje del mecánico y el conductor salir de su aparente vida nómada que, en realidad, es una absurda costumbre aunque de apariencia inusual.

Me quedo con la melancólica libertad de la chica. Tampoco es garantía de nada, pero mientras tanto quizás se roza con la punta de los dedos una vida con sentido.  

Recomiendo un interesante comentario sobre la película en la revista Miradas de cine nº 41, dossier años 70:


martes, 28 de octubre de 2014

¿Quién eres tú? el tercer hombre


Por Tesa Vigal

Al finalizar una película memorable uno no sabe qué decir; en un primer momento. Luego, se necesitaría decir muchísimo aunque no se haga. Se está demasiado desbordado por sensaciones, sentimientos, lados desvelados, dudas, certezas, facetas ocultas, laberintos…

Esta película dirigida por Carol Reed está empapada, sin embargo, por la sombra de uno de sus protagonistas: Orson Welles. El tercer hombre es Harry el asesino, Harry el amigo, Harry el amante, Harry el mafioso, Harry el cínico, Harry el doliente (como aquel rey legendario) y Orson Welles irónico, impenetrable, aparente, engaña tontos y “el tercer hombre”. Ese, además, siempre ausente. El que jamás llega a aparecer del todo en la historia, el que jamás aparece en nuestra historia, el que surge constantemente, el que siempre es confluencia del primero y el segundo.


La ausencia y la apariencia hieren los ojos desde el primer plano de la aparición de Welles. Sostenida mueca al fondo de un túnel como si su rostro, cada vez más cerca, fuera atraído por nuestro tren fantasma, o por la hipnosis de la serpiente. Desde Harry a mí, o desde mí hasta Harry. O ambas cosas. Y su expresión es sarcástica y herida, o herida por el sarcasmo, o el sarcasmo herido por una vida en sombras.

La sensación de tener entre las manos gran cantidad de pruebas, irrefutables creadoras de espejos, sobre la identidad de una persona, hacen de ella un misterio aún más insondable.

(Demuestra la experiencia muchas cosas, entre otras que nunca es suficiente la vida para aquellos que padecen sed devoradora)

Y el loro de la ironía es el amigo de Robinson Crusoe y el seguidor de Zane Gray. La genial y divertida escena de la conferencia cultural, donde una vez más hay una confusión de identidades que es justo lo que la motivan. La llegada del conferenciante raptado y el encantador y entregado promotor de aquella “fiesta” son el lado salvador de cualquier naufragio. Quién ama la ironía, es decir quien tenga sentido del humor, siempre suele agarrarse a la tabla salvadora de lo grotesco, lo absurdo y las faunas humanas.

El gesto, en primerísimo plano, de Kurtz (inquietante conocido del tercer hombre) me recordó el paralelo e inicial del genial y turbador presentador de “Cabaret”, de Bob Fosse. Estos adjetivos recorren el eje y la atmósfera de toda la película.

Es tan rara la perfecta e increíble fusión de su famosa música y sus imágenes, como que algunos hablando de Welles dejen en paz a los ángulos, contrapicados y demás zarandajas. Sinceramente nunca lo entendí. Pero hay gente tan superficial que sólo habla de técnica.


El mayor misterio rodea la mayor complicidad. Eso ocurre en el instante anterior a su muerte, cuando Harry con las manos en libertad, sacadas al viento de la calle entre las rejas de la alcantarilla, le indica a su amigo que le mate. Es casi imperceptible y difícil separar su mirada de su rostro, asintiendo suavemente.


El infinito es traído, culebreante y orgiástico, entre el círculo, las dos serpientes mordiéndose la cola… Las dos muertes, los dos cementerios, las dos chicas adelantadas por los dos coches… Y los dos amigos. Porque es la misma chica pero es otra chica, su amigo es su amigo pero es otra cosa, y ni las ruedas ni las gabardinas chocarán contra el viento de idéntica manera. Aún así, todo es un único momento. De ahí, que uno de los planos finales más impresionantes que yo he visto, sea ese sostenido durante varios eternos, inquietantes minutos de Allida Valli caminando hacia el espectador, con toda la pesadez, la densidad y el silencio de la tristeza irremediable, envuelta en la inolvidable música de aire turbador, casi hipnótico. Esa tristeza que no tiene salida y tiene lucidez. Casi melancolía pero más que melancolía. Cuando todos saben lo que va a suceder y lo que está sucediendo, pero ¿qué se va hacer Bernie?


Uno se queda de pie, quieto, y luego, cuando todo ha pasado, enciende el cigarrillo de la última voluntad. ¿Qué va a hacer ella sino seguir caminando?. La música seguirá sonando hasta enloquecer al más atrevido Ulises y los fantasmas poblarán el mundo, esa Viena bellísima de adoquines negros y el camino hacia la ciudad que nos aleja  de todo, para siempre.      

martes, 14 de octubre de 2014

'In the mood for love' de Wong Kar Wai


Por Tesa Vigal

'Deseando amar'. Wong Kar Wai, director de Hong Kong conocido en Europa a partir de “Chunking Express” de 1995, rodada en sólo dos semanas y que ya tiene las características principales de su cine: acción y diálogos frescos y espontáneos, como en la nouvelle vague francesa, pero fundida con un trasfondo poético muy marcado en la imagen y la atmósfera. 


Posteriormente, en 1997, recibió la palma de oro en el festival de Cannes por “Happy together”, una crónica de desencuentros amorosos, en una de esas relaciones amorosas, homosexual en este caso, en las que no se puede estar con el otro pero tampoco sin él.

“In the mood for love” ('en disposición de amar' del año 2000), traducido como Deseando amar, es poesía en movimiento. Y nunca mejor dicho. Esos pasillos de hotel que recorren los protagonistas llenándolos de pasión contenida… O los trayectos hasta el local donde venden comida preparada, o esos cigarrillos de humo interminable, de volutas de anhelo, ensueño, deseo y purificación. El humo y la atmósfera física y psíquica están presentes en sus películas de manera desbordante.

En pocas películas se ha plasmado de manera tan rotunda, como sugerente y rica, la turbamulta de sentimientos encontrados, sin que apenas se expresen con palabras. El espectador se queda prendido y con la boca abierta ante la gama de gestos, miradas y segundos que contienen mundos. Dan ganas de conocer a gente así, se despierta la sed de emociones, se pone en evidencia la pobreza o la limitación de los sentimientos más comunes.


Y la música claro, fundamental. Y dentro de ella, esa canción cantada en español por Nat King Cole y famosa en los años sesenta (cuando se desarrolla la historia) también en Hong Kong: “Quizás”. Al contrario que la canción, que parece querer escaparse como humo, uno se queda atrapado, sin poder escapar, en esa historia amorosa tan original y densa.

El tema de una intensa relación que nunca llega a expresarse físicamente, también es el de otra película tan original y emotiva como 'Lost in translation' de Sofía Coppola, aunque en esta película de Wai la atmósfera es aún más poderosa y densa, más poética y envolvente, más sugerente, hipnótica por momentos.


Pero además trata otro tema, que surge del motivo que les hace contactar (sus respectivas parejas son amantes), que es la indagación del sentido o sinsentido de la fidelidad. Y un deseo contradictorio de comprender a sus parejas por un lado, y no querer parecerse a ellas por otro. Como resultado de todas esas fuerzas emotivas surge una tierra de nadie, fronteriza y aparte, un mundo único donde se mueven y donde conectan a pesar de ellos mismos, donde se encuentran y se reconocen inevitablemente, donde son felices y desgraciados. Y el aire secreto que empapa su relación, no porque se escondan ya que nadie les vigila, nadie les pide cuentas, nadie les censura, sino porque apunta a la intimidad más recóndita de sí mismos. Allí donde se agita la fuente de las contradicciones internas, los sentimientos oscuros, los deseos desconocidos, el sueño tiñendo la realidad y la realidad tiñendo los sueños…


Ese tipo peculiar de secretos que roza lo mágico y lo potente, necesita de algún rito, de alguna clase de magia envuelta en niebla y humo, de nuevo, y de ahí esa mención al viejo ritual de contar en voz baja un secreto así, con los labios pegados en una grieta de un viejo templo, donde quedará depositado y seguirá su existencia desconocida, trasformándose quizás, moviéndose hacia otras regiones de la intimidad, alcanzando a otras terceras personas quizás. Quizás, quizás… Como el título y el estribillo de la canción.

Su última película “2046” del año 2004, retoma el tema de Deseando amar, pero indirectamente, partiendo del fondo de la historia y su personaje masculino protagonista, que aquí es un periodista que se aloja en la habitación de hotel 2046, que es la misma que usan en un momento de Deseando amar.

En esta película se habla de la vida amorosa del periodista, que es en realidad el mismo de Deseando amar. Su pasado, la mujer de Deseando amar, su presente, sus sueños y también las historias que imagina al escribir. Tiene por ello un aire más onírico y sin embargo con mucha más acción. Pero la redondez lograda en Deseando amar aquí no se consigue. Hay momentos mágicos pero en general queda más diluida la historia. Aún así también tiene esa propiedad atrapadora de todas sus películas.