Por Tesa
Vigal
Cuando la atmósfera no sólo existe, sino que es protagonista,
transmitiendo un río de sensaciones, es síntoma de que la historia está viva.
Cuando eso sucede en películas de género, sobrepasándolo, el resultado suele
ser tan profundo como insólito. Sobre todo, frente a las películas basadas en el
bobo alarde de efectos especiales, con argumentos y personajes planos, o
inexistentes. Justo lo contrario de 'Blade runner'.
Esta película de Ridley Scott es un caso aparte. Y los
replicantes (seres genéticamente "perfectos") también. Como
Frankenstein se escapan de las manos de su creador, porque el intento de
implantarles una falsa memoria es la torpe y patética manera de eludir los
efectos de los "avances" científicos. Sólo se puede investigar, o
crear algo partiendo de su hondura, nunca de las capas más prácticas y
superficiales. Esto se aplica a la ciencia, al arte y a la gente. Y esto
empapa, flota sobre esta historia. El misterio de la vida y el pavoroso enigma
de su diversidad laberíntica, cayendo imparable como la lluvia sucia, sobre las
calles de Los Ángeles en el 2019. Hermanando a perseguidores y perseguidos con
la eléctrica sobriedad del mejor cine negro.
La zona de Los Ángeles es bastante seca. Sin embargo, en el
año de la historia, 2019, llueve incesantemente sobre sus calles abarrotadas.
Pero sus habitantes parecen más melancólicos que esa lluvia brumosa, o
perfilada como finas agujas de cristal. Y la luz no viene de ninguna parte,
como si todo tuviera su propia luz-oscuridad.
Es una película íntima, poética, inquietante. Ya desde las
primeras imágenes te mete, sin avisar, en su poderosa atmósfera emotiva, en el
misterio de las fronteras de la vida, atrapando con su directa, honda
emotividad.
Una ciudad no demasiado futura, barroca, de luces calientes y
oscuras, construcciones piramidales, cielo sucio siempre metálico y húmedo,
edificios casi rozándose como bordes de un desfiladero urbano de altura
vertiginosa, salpicada de enormes anuncios de neón que sonríen al vacío, donde
se habla un idioma mezcla de inglés, español, chino y holandés. Un idioma nuevo
tan viejo y carcomido como sus construcciones. Todo parece mordido por el cansancio
del tiempo. Los humanos también. Quizás más. Es una ciudad atestada, cada vez
más llena de objetos en las calles, en las casas, en el aire.
Hay un personaje gótico, fronterizo, conmovedor, Sebastian,
creador de muñecos mecánicos y diseñador genético de los replicantes. Vive solo
en un edifico desierto, aunque las clases acomodadas hace tiempo que
abandonaron la Tierra para vivir en las colonias espaciales, y padece una
enfermedad degenerativa que le hace envejecer rápidamente. Parece tener más de
cincuenta cuando sólo tiene 24. Vive en contacto íntimo, por todo ello, con el
vértigo del tiempo y las fronteras de la vida.
En una escena, cuyo silencio parece cantar con la sugerente,
hipnótica música de Vangelis, el protagonista Deckard (Harrison Ford) se asoma
a la terraza de su apartamento para contemplar la ciudad. Esa ciudad con cierto
aire a la 'Metrópilis' de Lang, pero cálida y densa, con olor a comida china.
Contemplar los anuncios de neón con el rostro de una chica oriental sonriendo
al vacío, los coches-naves de la policía sorteando los edificios
silenciosamente. Contemplar la lluvia metálica y contemplar el trabajo que está
haciendo: buscar y matar ("retirar" según la palabra oficial) a
replicantes (seres de carne y hueso, genéticamente programados), sintiendo cada
vez que lo hace que está asesinando a un ser vivo, y quizás más íntegro, lúcido
y sensible que los humanos que lo crearon. Como dice, irónicamente, un
replicante a Harrison Ford en una pregunta sin respuesta: "¿No eres tú el
bueno, el hombre bueno?".
Una atmósfera hondamente melancólica, fascinante, en el filo
de la navaja de una inevitable lucidez. Atmósfera de cine negro, reconocida por
el propio Scott al mencionar la semejanza del protagonista con el sobrio y
desencantado detective Philip Marlowe de las novelas del gran Chandler. Ante
las fronteras de lo humano. Ni siquiera los creadores de los replicantes
conocen el alcance y naturaleza de esos seres genéticamente perfectos,
planificados al detalle, que se les escapan de las manos. Seres que se rebelan
y también revelan, igual de emotivos y misteriosos que los humanos, pero más
enigmáticos, más auténticos por su entrega a la búsqueda del sentido de sus
vidas. Y su duración. ¿De dónde vengo, cómo y cuánto voy a vivir...? Seres
incómodos, que colocan ante los humanos el viejo y turbador misterio de la
vida. Los replicantes no sólo piensan, sienten y deciden, sino que además
sueñan. Esta película es una larga, sinuosa y abierta respuesta a la
pregunta-título de la novela de Philip K. Dick (para mí muy, muy inferior a la
película) '¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?'. Blade runner es una
respuesta entera al invocar un mundo por completo, no sólo mental como la
novela, que por eso no invoca nada, carece de atmósfera, no conmueve, se olvida
al poco de leerla, no está viva. Al menos esa fue mi impresión, por desgracia.
Pero existe la película. Y esa escena memorable, con el
monólogo poético, digno de Shakespeare, del replicante ante la mirada atónita y
rendida de admiración de un Harrison Ford derrotado. Cuando recuerda que su
vida se perderá "como lágrimas en la lluvia". Y con toda la digna
sobriedad de un alma de indio sioux, acaba murmurando: "es hora de
morir".
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