domingo, 29 de noviembre de 2015

El incómodo 'Lawrence de Arabia', de David Lean


Por Tesa Vigal

Lo especial de esta película es que cuenta la insólita aventura personal de uno de esos personajes históricos inclasificables. Algunas personas se sienten felizmente adaptadas, identificadas con el lugar y la familia que les ha tocado. Otras, sin embargo, no encuentran su lugar. Y otras, como Lawrence, lo encuentran en espacios, o tiempos muy alejados de aquellos donde nacieron. Allí, su corazón se siente en casa. Lawrence de Arabia fue en teoría militar pero no lo era. Fue en teoría espía pero no lo era. Fue inglés en teoría, pero no lo era. En fin, casi todos le miraban de reojo porque, esencialmente, era un soñador, alguien fascinado por el desierto (“porque está limpio” según sus palabras), un romántico, alguien excesivo y excéntrico. Justificado en un principio por los intereses ingleses en la primera guerra mundial, contra los turcos, Lawrence se convirtió en un árabe más, vistiendo y viviendo como ellos, uniendo y dirigiendo a las tribus dispersas de Arabia para lograr su independencia. Sobre sus correrías por el desierto escribió un libro, del que no puedo opinar porque no he leído: “los 7 pilares de la sabiduría”. 

Con el magnético Omar Shariff

Aparte de eso era un personaje torturado y contradictorio, la violencia y el sexo le repelían y le fascinaban al mismo tiempo, sus estudios eran de humanidades y le apasionaba la literatura. Esa contradicción emotiva se refleja en un episodio de su vida, cuando es apresado por los turcos, aunque en la película apenas se esboza lo que le ocurrió. Fue torturado y violado, tuvo que enfrentarse con su sombra, lo ocurrido fue humillante y doloroso, pero también descubrió que encontraba placer en el dolor, que su sexualidad era ambivalente, o bisexual (se ha hablado mucho de ello, pero ante un personaje solitario y reservado como Lawrence es difícil llegar a saberlo). El caso es que tras ese episodio, Lawrence se volvió más vulnerable, más retraído, melancólico, más humilde, como comenta Omar Shariff (Alí, quien seguramente llegó a amar a Lawrence, o en todo caso lo admiraba profundamente). En otra escena, tras una batalla cuerpo a cuerpo, mirando con horror su brazo ensangrentado por la sangre ajena resbalando desde su cuchillo, tiene que reconocer que le gusta y sin embargo también le horroriza a su lado idealista; ambos lados reales, sentidos por igual.  



Pero es que, además, tanto su interpretación (Peter O’Toole, Omar Shariff, Anthony Quinn) como sus imágenes y su luz están a su altura. El resultado hace soñar, pensar, sentir y cuando menos te lo esperas te ha hechizado solapadamente. Peter O’Toole aporta a su interpretación toda la ambigüedad y hondura a su personaje, construido a base de hechos significativos y detalles. Cuando le ven apagar una vela con los dedos, alguien quiere repetirlo y se quema, y al preguntarle dónde está el truco, Lawrence responde: “el truco está en que no te importe el dolor”. Ya en compañía del impresionante Omar Shariff y los suyos, en pleno desierto, Lawrence vuelve sobre sus pasos para rescatar, de manera suicida, a un hombre que se ha caído de su camello y andará perdido en la arena, volviendo atrás a buscarle cuando los árabes le dan ya por desaparecido, y en cualquier caso lo aceptan porque para ellos todo está escrito. Él responde: “Nada está escrito”. Su manera de contemplar durante horas las dunas del desierto. Sus remotas miradas, hambrientas siempre de cruzar sus límites personales. 


El desierto aquí no sólo es el desierto es también el mar, es una fusión de agua y fuego, de mente y sentidos, de infinito y misterio. Así son sus imágenes. Recuerdo por ejemplo la escena (foto izda.) en la que se va acercando desde el horizonte un hombre en camello. Ese acercamiento tiene toda la magia de la aparición de lo desconocido, una imagen que se desdibuja y difumina en el aire tembloroso y enigmático del desierto, donde surgen espejismos y seres rebeldes, donde todo está vivo y se recuerda a los espíritus-genios que pueblan el desierto según la cultura árabe. Los sentimientos y emociones van reposando y van calando en el espectador sin que se dé cuenta, hasta que se encuentra atrapado en la historia subterránea que recorre esta peli, más allá de su historia aparente.
  

lunes, 2 de noviembre de 2015

'Mi vida sin mí' de Isabel Coixet

Por Tesa Vigal

La certeza de la muerte cercana transforma la vida volviéndola trascendente, plena y, sobre todo, cambiando la escala de valores y el orden de preferencia de acciones y decisiones. Colocando cada cosa en su lugar, desechando las inútiles, banales y secundarias. Es decir transformando la vida en una vida auténtica, en armonía con nuestro ser. Así es como tendríamos que vivir siempre, pero sólo ante momentos excepcionales como ciertas encrucijadas, o la proximidad de la muerte, se revela la importancia de lo irrepetible. Incluso en el supuesto de la reencarnación, cada vida actual es la única vida. 


Este es el sugerente tema, casi hipnótico por momentos, de la película de Coixet, alejado del melodrama y por tanto de lo superficial. Su protagonista, encarnada magníficamente por Sarah Polley, no vive su penosa circunstancia como una víctima, ni tampoco quiere colocar en ese papel a los seres queridos que dejará atrás. Se mira de frente, contempla por primera vez mira su vida con sus límites y sus posibilidades, lejos de la actitud automática que la llevó a ser madre adolescente.

Como en “Cosas que nunca te dije”, la historia rezuma liberación, lo cotidiano rescatado de su banal trampa gris, revelándose plena de sentido, de inevitable atmósfera poética con sus imágenes sobrias, exactas, apuntando siempre a nuevas sugerencias como en las muñecas rusas o las cajas chinas, una dentro de otra, con sus colores llamativos pero sencillos, nítidos pero sutiles, emocionales pero silenciosos. Una atmósfera melancólica que empapa como la lluvia, pero se desliza dulce y honda como las gotas que se reciben entregadamente, anheladas con alivio y recubiertas por un deseo que vuelven el instante cotidiano en algo extraordinario. 


Todos tendríamos que escribir en un cuaderno, como la protagonista, “cosas que hacer antes de morir”. Y luego realizarlas impecable e implacablemente, porque no habrá otra oportunidad de vivir nuestra vida.  Puede que descubramos que una actividad que considerábamos tonta o sin importancia se revele como fundamental e insustituible. Y al revés, cosas que juzgábamos de gran relieve se conviertan en cosas desechables y absurdas. ¿Cuánto tiempo nos ocupan? ¿Qué es lo que nos roban...?

La escena de la lavandería (escenario frecuente en las películas de Coixet) con el personaje conmovedor de Mark Ruffalo, lleno de vida que se le escapa a través de mínimos gestos, viendo dormir a la persona que acaba de conocer... Los silencios de esta película, medidos y pulidos como piedras preciosas, son todo menos vacíos. Están plagados de acción, absorbentes e ilimitados como el juguete de un niño. Y sin embargo todo en esta historia es sencillo. Mágicamente sencillo, saliéndose de sus límites de espacio y tiempo. Humildad, sobriedad, melancolía... 
    
     



domingo, 4 de octubre de 2015

'Mystic river' y 'Sin perdón'-'Unforgiven' de Clint Eastwood


Por Tesa Vigal

Dos películas de Eastwood sobre lo implacable. Si el mundo está hecho de pavor y maravilla (como diría Don Juan Matus, el indio de Castaneda), lo implacable pertenece al pavor y acaricia la maravilla por su lado misterioso. En cualquier caso, estas dos pelis me estremecieron. Y ambas son incómodas.

En 'Mystic river' lo implacable del ¿azar? De tres niños jugando juntos, es a uno a quien raptan, violan, maltratan. Lo implacable del efecto aterrador del miedo, instalado en él para siempre. Esa estremecedora escena en la que Tim Robbins, tras ver una peli de vampiros en la tele, le comenta a su mujer que los vampiros existen. Él los sufrió en su infancia, aunque su mujer no entiende el tono de temblorosa lucidez sarcástica, propio de un ser herido en su centro, con el que él lo dice. Simplemente reacciona con miedo, al entrar en contacto con el lado más oscuro de la vida a través de su marido. 

Como mínimo las personas tan heridas provocan incomodidad y recelo. Sólo los que sean valientes además de sensibles captarán en ellos el dolor por debajo de sus actitudes defensivas, de la intensa, alargada huella del contacto con lo destructivo. Porque al contrario que el dolor comprensible por la muerte de un ser querido, o una ruptura amorosa, que generan compasión instantánea, esas otras heridas convierten a las víctimas en seres solitarios para siempre. Ellos saben, han vivido por desgracia algo tan extremo como difícilmente comunicable, como lo son los malos tratos que van más allá de lo físico. 



Sus dos amigos dan por perdido al niño, que les mira desde el cristal trasero del coche de sus raptores, alejándose de ellos de manera irreversible. Y cada uno reaccionará a su manera. Uno se convertirá en policía. El otro, se mostrará también implacable en la venganza de su hija muerta, como si su actitud anidara, de manera indirecta, eso mismo que pretende aniquilar. La sutileza impresionante con que Eastwood cuenta el efecto devastador del lado oscuro de la vida en los testigos indirectos de la víctima directa, es impresionante (por cierto, la música también es suya). Una ola negra les roza a todos, de la que todos quieren desprenderse, de la cual sólo la víctima se siente culpable y sólo la víctima volverá a serlo para que los demás se liberen de su sombra alargada. Porque alguien a quien no se le puede ayudar, es mejor que se aleje, que desaparezca.

Esos enormes actores (Tim Robbins, Sean Penn, Marcia Gay Harden) dando vida a lo misterioso del destino, lo corrosivo del miedo, el recelo ante las heridas, las sombras con las que todos ellos tienen que convivir. Mucho más nítidas que lo cotidiano, la huida, el cariño, más incluso que sus propias personas. Al flujo sereno, con el que van desenvolviéndose las historias de Eastwood, se suma aquí la atmósfera densa de lo estancado, de aguas pantanosas engullendo en cualquier momento, por el lado más inesperado. 



Lo implacable en 'Sin perdón' radica en la propia existencia de seres destructivos, a la que se añade el misterio de que un día puedan cambiar. Y otros, no. ¿Es eso destino? ¿ser lo que uno es, de manera inocente? Un aire legendario envuelve esta película desde el principio. Y la materia de leyenda es lo extraño, lo memorable aunque no se entienda. 

 El misterio de la integridad. La pureza de ser fiel a uno mismo aceptando las consecuencias. El movimiento incesante y las contradicciones forman parte de la esencia de la vida. Contradicciones que tienden a fundir sus lados opuestos en una resultante que casi siempre nos resulta inaccesible, pero cuya presencia late como una promesa envuelta en bruma y una necesidad de buscar su sentido. El protagonista de esta historia fue en el pasado un mal bicho, el asesino despiadado William Munny, de quien él mismo dice: “Era débil, maltrataba animales, me tenían miedo”. Luego quiso cambiar y lo hizo: “Mi mujer me quitó la maldad”. Pero cuando comienza la historia es un hombre mayor, viudo, torpe y gastado, trabajando en su granja de cerdos junto a sus dos hijos. Cuando un chico conoce su pasado y le comenta que no parece un asesino, él responde: “Igual no lo soy”. La historia acaba con el mismo hombre, implacable y sobrio porque vuelve a expresar el talento que Dios le ha dado, aunque se trate de talento para matar: “Siempre he tenido muy buena suerte en eso de matar…”.  



En medio queda el misterio del mal, una parte del mundo cuyo sentido se agita en la oscuridad pidiendo una respuesta. Puede que lo destructivo al margen de intenciones, sería tan inocente como el bien. ¿O no? ¿Puede existir un asesino inocente?

Esa es la pregunta con la que se cierra esta impresionante película. Los indios sioux tienen un sobrio concepto de lo sagrado. Para ellos el único “pecado” es dejar de ser sagrado, dejar de ser uno mismo. Por supuesto ese uno mismo apunta al alma, no a las máscaras o personajes adoptados en la vida para ir tirando o para ser aceptados. Los sioux apuntan a la zona más honda del ser humano. Justo donde anidan todas las respuestas sin preguntas.

Esta película cuenta la historia de un hombre que cambió y cómo siguió siendo bueno aunque volvió a matar. De nuevo otra pregunta incómoda. Y, como siempre que se profundiza, es en los numerosos matices de esta historia aparentemente sencilla donde vibran las respuestas. Hay otros personajes violentos pero ellos no transmiten inocencia, sino un caudal turbio de intenciones, de voluntad maligna. Y esa diferencia perturba. Son gente destructiva que ejercen de asesinos malignamente, con intención de dañar, de destruir. Por contraste, el protagonista actúa desde una serenidad defensiva o incluso “bondadosa”, humilde, constatadora. No busca ningún tipo de poder mientras que los otros se agitan perversamente en su busca. El sheriff (Gene Hackman siempre impresionante en sus interpretaciones) con una faceta sádica que contrasta con su oficio, supuestamente pertenece y apoya el lado bueno y legal de la existencia. sin embargo le mueve una sucia necesidad de ser reverenciado, elogiado en el libro que un periodista quiere escribir sobre “leyendas” del Oeste. Éste último se arrastra tras la sombra de los poderosos, por eso va en busca de viejas glorias y por eso al encontrarse frente a un ser íntegro, con un pasado del que no presume sino del que se arrepiente, comprueba consternado que ese tipo de hombre que no busca la fama, ni la memoria, ni el poder, resulta incomprensible, incómodo, perturbador. Porque es un ser humano a quien le sabe amarga la admiración, huye del reconocimiento y acepta con humildad su camino. Porque su mayor gozo es “ser”, en lugar de tener. 


La intensidad misteriosa de la libertad y el destino, dos caras de una misma moneda escurridiza y sin nombre, remiten a lo mítico. A cualquier historia anónima de esas que empiezan con un “Erase una vez…”,  que es precisamente como comienza esta historia. Con el aire legendario de un texto y la música melancólica de Eastwood (el tema central “Claudia theme”), que añado aquí para quien quiera leerlo y escucharlo.  

El poder sería lo opuesto al amor. Y es que esta historia es también una historia de amor, la razón por la que el protagonista abandonó su pasado violento. Quiso cambiar y lo hizo. También de la amistad, del amor por los débiles, en este caso la protección de la puta maltratada sádicamente por un cliente. 



Esta película también contiene escenas delicadas, atmósfera pausada como la poza de un río de montaña, miradas insondables, lealtad, luces indirectas, la brutalidad de los gestos vulgares, una melancolía imparable, la fealdad de lo mezquino, la grandeza de alma. La tristeza con la que el protagonista responde a un adolescente que quiere saber: “matar a alguien es algo muy duro. No sólo le arrebatas su presente sino todo lo que hubiera podido ser”. El diálogo tímido y emotivo entre la puta (con la cara marcada por las cicatrices del cuchillo del cliente sádico) y su defensor, reconociendo en un murmullo que si tuviera que elegir a una de las mujeres del salón, sería ella con quien se acostaría, la puta rechazada por todos desde que aquel cliente la agredió.

El misterio y muchas preguntas sobre la existencia anidan en las escenas de estas dos películas memorables.
       



  

viernes, 11 de septiembre de 2015

'Una noche en la ópera', de Sam Wood-Hermanos Marx

Por Tesa Vigal

Suele pasar que las personas que creen en una base lógica del mundo, no puedan relativizar ni reírse de sí mismos, o tienen enterrado su lado infantil, no encuentren la gracia a las películas de los hermanos Marx. No es de extrañar. El humor de los hermanos Marx pone cualquier base sensata patas arriba, dando la vuelta a un mundo supuestamente regido por lo racional y desvelando así su base esencialmente emotiva, inconsciente y en muchos casos absurda. 


Y lo hacen con el ludismo sabio de los niños, con una alegría en la que caben la ironía y el surrealismo, sin ningún tipo de prejuicios y, por supuesto, donde no cabe lo políticamente correcto.

En sus escenas más memorables se cuestiona de dónde sale este tinglado donde estamos metidos, y que nos tomamos tan en serio como si no hubiera más alternativa. Algo que siempre deberíamos tener en cuenta para relativizar las bases de cualquier cosa, quizá sobre todo de esas que más nos hacen sufrir, o que parecen inamovibles en nuestra vida o en las circunstancias que nos rodean.


Sus personajes son siempre "personajes", es decir esas personas que no se sabe de dónde salen, con cierto olor marginal aunque también se ríen del lado dramático de lo marginal. Que tienen ideas o comportamientos peregrinos, de tan personales, y que se escapan a cualquier tipo de clasificación volviendo divertido, insólito, estimulante o enriquecedor el momento y el lugar donde aparecen.


Aquí me limitaré a recordar o descubrir algunas de sus escenas y frases memorables, para que hablen por sí mismas. Algunas muy famosas. Un camarote diminuto donde quiere entrar todo tipo de gente, quizás precisamente por eso. Desde un fontanero a una manicura (a la que Groucho pide que le deje las uñas cortas porque va faltando sitio), pasando por una recua de camareros con bandejas innumerables y una pasajera que pregunta por su tía. "Pase, pase y búsquela entre la multitud" le responde Groucho invitándola a pasar. Hasta que finalmente salen todos despedidos al abrirse la puerta por última vez.

Nada se da por supuesto. Todo se mueve. De arriba abajo y de abajo arriba pasando por los lados y aledaños. Seguir un rastro alocadamente o seguir un rastro alocado. Focas con chapa identificadora y el mudo quitándose un traje para descubrir bajo ese traje otro traje y debajo de ese traje otro traje y debajo de ese traje... En el camarote diminuto, Groucho descubre dentro de su enorme baúl al mudo durmiendo, enroscado como un gato. Le contempla y dice: "Y pensar que cuando le conocí creí que era un ser humano...".


En "Pistoleros de agua dulce" estas son algunas buenas preguntas para conocer a alguien: "¿Es cierto que se va a divorciar en cuanto su marido recobre la vista?¿Es cierto que antes era bailarina en un circo de pulgas?". Y cualquier asunto está relacionado con cualquier otro y con todo lo demás. En "Sopa de ganso": "Es un asunto bastante amplio. Y usted también es bastante amplia. Será mejor que se largue, he oído que van a construir unas oficinas en el terreno que ocupa. Se puede ir en taxi. Si no consigue uno, se puede ir indignada. Si es pronto, váyase dentro de un minuto. ¿Sabe que no he dejado de hablar desde que he llegado? ¿La habrán vacunado con la aguja del tocadiscos?".

Justo antes del célebre diálogo de besugos sobre el absurdo incomprensible del lenguaje legal de los contratos ("la parte contratante de la primera parte es a la parte contratante de la segunda parte etc...") Chico pregunta "¿ha dicho usted algo". Groucho: "Nada que merezca la pena oírse". Chico: "Será por eso que no he oído nada". Groucho: "Será por eso que no he dicho nada".


En la escena inicial en un restaurante: "Esa mujer... ¿Sabe por qué estaba con ella? Porque me recuerda a usted. Por eso ahora estoy con usted. Porque usted me recuerda a usted. Sus ojos, su garganta, sus labios, todo en usted me recuerda a usted, excepto usted. Creo que está bien claro. ¡Que me ahorquen si lo entiendo!".

En la escena de las camas a la llegada del barco a Nueva York, vuelven loco a un policía cambiando de sitios las camas y los muebles de una habitación a otra, según van cruzando puertas. ¿Hay camas o no hay camas? ¿qué es una habitación? ¿para qué sirven las puertas? ¿es la obsesión de un policía las camas y derivados? Son algunas de las preguntas con toda clase de respuestas.

¿Para qué seguir? Hay niebla y además llego tarde. No sé dónde voy, pero debería darme prisa sobre todo si ya he llegado, porque es urgente saber qué suelo estoy pisando, de qué color son las paredes, hacia dónde se abren las puertas, cuántas hay y en qué dirección sopla el viento que me no sé dónde. Seguramente el suelo es el techo y yo debo estar flotando. Pero siempre existe la posibilidad de atrapar un taxi que pase por allí camino de cualquier parte, tomarme otro café, convertirme en caballo, o salir al escenario del que nunca he salido. Cada huevo duro que te comes tiene sorpresa dentro. Sólo hay que partirlo por la mitad y mirarlo atentamente.

miércoles, 29 de julio de 2015

'Drácula' de Coppola

Por Tesa Vigal

Para mí esta es una de mis pelis favoritas de Coppola. Radicalmente romántica, es decir arrebatada, apasionada, extraña en su más amplio sentido. Quizás por eso creo que es la que mejor refleja la original y atormentada novela de Bram Stoker. Su tema creo que es el alcance del amor, lo que une, y su contrario, que no es el odio, sino lo que separa. “Diabólico” significa “separador”. Quizás también quien no acepta los hechos, desgajándose de ellos. O el que es rebelde por desesperación. Cuando el príncipe de los sueños es un desesperado es Drácula, el príncipe de las tinieblas (Gary Oldman), y su maldición consiste en esa persecución devoradora de la luz, del amor del que se ha separado... por amor... La contradicción es el tormento, es la condena de todo muerto en vida, de todo suicida que pasa a formar parte de los ángeles caídos. Ángeles precipitados al abismo como la caída y muerte de la amada de Drácula, en el principio de la historia, al frío foso del agua enloquecida.


Y él sigue sus pasos de arrebatada rebeldía. No acepta la muerte de ella, no acepta su condenación como suicida, no acepta las leyes del mundo que se niegan a enterrarla en tierra sagrada, no acepta a un dios que condena eternamente y reniega de ese dios, y comparte con ella las tinieblas infinitas y el vagar en la nada. La buscará “a través de océanos de tiempo”, en palabras del propio vampiro, hasta volverla a encontrar. “¿Cree en el destino señor Harker?”, pregunta Drácula a uno de los petimetres masculinos que rodean a las dos chicas. Y Jonathan Harker (un desconocido Keanu Reeves) no tiene respuesta porque carece de ese tipo de preguntas. Y cuando se trata de elegir entre Drácula y el tipo de hombre tibio, de alma pequeña, cualquier alma grande elegirá mil veces al príncipe de las tinieblas (afortunadamente no esa la única elección posible).

Porque la luz, el bien, jamás puede ser templado ni superficial ni, por tanto, moralista. La luz es honda, implacable y fascinante como las tinieblas, pero libre al contrario que éstas. De ahí que haya algunos humanos hipnotizados por el “mal”, escasos hombres luminosos, muchos tontos tenidos por buenos y legión de tibios a los que asusta por igual la luz y las tinieblas, porque de lo que huyen es de la dimensión más profundamente enterrada, más abismal y misteriosa, cuna del fuego místico, del amor y los poetas (¿dónde estás Rimbaud?).



Este misterio que persigue a los seres humanos desde su aparición en la tierra es el que obsesiona y enloquece a todos los Van Helsin, a todos los “salvadores” que en nombre del “bien” quieren destruir el “mal”. Ese es su error, porque destruyendo se alimenta el mal, y así se le revela al final al perseguidor de Drácula, interpretado aquí por Anthony Hopkins: “somos locos...Locos de Dios... Todos nosotros”. Porque no existe nada, nada en la vida que no pertenezca a la Vida y lleve, por lo tanto, su semilla de luz manifiesta o invisible.

Mina, la protagonista femenina protagonizada por Winona Ryder, lo sabe,  siente que es por medio del amor que todo deja escapar la luz que contiene. Y ella ama, libera, es la luz que enciende la llama apagada, pero nunca consumida, puesto que la llama es eterna y sólo existe el fuego. El fuego invisible o manifestado, pero siempre presente.


Cuando por vez primera se cruza su mirada con la de Drácula, en las calles de Londres, ella reconoce esa dimensión, algo que estaba ausente entre sus amigos y su novio, y responde a la llamada hasta el final. Esa dimensión vuelve hipnóticas todas las escenas en que los dos están solos, como en medio de una hoguera que acabará purificándolos a través de las caricias al lobo, en esa escena tan erótica en que las manos enguantadas de Drácula y Mina se rozan y entrecruzan sobre la piel blanca de la fiera. A través de esa copa de absenta donde “vive una hada verde”, encontrándose sus ojos y sus labios en esa copa llena de alcohol sacramental (gozo para Baudelaire), de barco navegando más allá del tiempo, sellando el beso que está más lejos de cualquier posible beso.

A través de esa apabullante escena de catarsis amorosa, cuando Mina sabiendo que se trata de un vampiro, se entrega a él a pesar de las palabras de Drácula: “No soy nada... En este cuerpo no hay vida... Te condenarás como yo a vagar eternamente”. Y ella elige el amor chupando su sangre en un abrazo extático vital, aún sabiendo que con ello ha sellado su muerte. Pero el amor abarca a la muerte con su abrazo misterioso, en una de las más apasionadas y voluptuosas escenas.

Y Tom Waits, el inclasificable músico, interpretando al inquietante esbirro comedor de insectos. Y esos torbellinos de luz azulada que conducen al umbral del castillo, y esas sombras alargadas, esas voces susurrantes y magnéticas de vampiras envolventes... Las tormentas de nieve luchando contra el sol poniente, las nubes majestuosas que encierran poder y miradas... El ritmo vertiginoso de toda la historia fundido con lo onírico, revelando un mundo épico de acción frenética y sueños, pasión desencadenada y la auténtica gloria de un cantar de gestas medieval. Porque la gloria no contiene poder sino libertad.
 


lunes, 6 de julio de 2015

Desayuno en Tiffany's y tango en París

Por Tesa Vigal

En ‘Desayuno en Tiffany’s’ de Blake Edwards (aquí Desayuno con diamantes) Audrey Hepburn da vida (y no es una frase hecha) al alocado, tiernamente indómito personaje de la novela de Capote, aunque este es uno de los casos en que la película me gusta más que el relato (a pesar de que Truman Capote me parece un escritor impresionante, poético, especial). El relato es más duro, pero su protagonista no es un gigoló y tampoco aparece esa historia de amor entre dos perdedores emocionales, dos marginales que no lo parecen, cuyos caminos se cruzan a pesar de sus historiales respectivos, o quizás precisamente por ellos. Su amistad es lo que convierte a la película en algo muy especial. Dos vagabundos de la luna, como apunta ‘moon river’ la canción de la película. Ella es una chica de compañía, a cambio de 50 dólares para el tocador. Él, Paul, interpretado por George Peppard, es un gigoló.



Película original, conmovedora, profundamente melancólica. La constante sonrisa de ella defendiéndose del miedo. La libertad y sus heridas, ausencia de cariño, soledad. Su comienzo es ya de lo más significativo: una calle al amanecer en Nueva York, por donde circula un taxi solitario mientras suena la melancólica música de Henry Manzini. Del taxi se baja una chica en traje de noche negro y gafas oscuras que empieza a beberse un café en un vaso de plástico y a comerse un bollo ante los escaparates de Tiffany’s. Está desayunando aunque aún no se ha acostado.

Una de mis escenas favoritas, de indirecta y sutil tristeza, es la segunda vez que se ven, cuando se descubren amigos, compartiendo sus contradicciones sin proponérselo, sin intenciones. Huyendo de un cliente del que no ha podido despegarse, ella sube por la escalera de incendios y entra por la ventana al apartamento de su nuevo vecino, tras observar marcharse a la madura “decoradora” del aspirante a escritor y ver a éste en la cama, dormido y desnudo. Ella comprende y le dice con complicidad irónica y nostálgica: “Debes estar muy cansado…”. También descubre que su máquina de escribir no tiene cinta, aunque él dice que es escritor. Los dos contemplan con húmeda nostalgia sus respectivas huidas, reconociéndose con una reticente y ambigua alegría. “Somos amigos ¿verdad?”… Y en otro momento de la peli: “Acompáñame hasta que me emborrache”.



Hay, sin embargo, una diferencia entre los dos. Ella es una persona indómita. Cuando va a buscarla su ex marido, que la recogió siendo una adolescente hambrienta, Holly le dice que no debe querer a un ser salvaje porque bajo su cariño y cuidados va volviéndose más fuerte, hasta que de nuevo puede volar y ser libre. No pertenece a nadie. Sólo tiene una cama y un sofá en su apartamento y un gato sin nombre, al que recogió en la calle, y como explica ella misma cuando encuentre un lugar propio donde se sienta tan segura como en Tiffany’s se comprará muebles y pondrá nombre al gato.

Por lo tanto, ante el amor ella se defiende de esas obligaciones convencionales, que para muchos conforman las relaciones sentimentales: “quieres enjaularme”, le dice. El amor le huele a trampa, sobre todo esa relación entre ellos basada en la más abierta y confiable camaradería, donde ninguno tiene nada que esconder. La relajación total por un lado. Pero además la tentación teñida de deseo de hacer con el otro lo que no hace gratis, el sexo, añadiéndole lo que no hace nunca de ninguna manera: amar y dejar que el otro le ame. Podrán permitirse sentir y expresar sus sentimientos. Un lujo, un sueño al que temen. Porque han elegido una vida social en la que sólo entregan su cuerpo, manteniéndose a salvo, escondidos tras del sexo. Y es que lo que hace vulnerable a alguien es entregar sentimientos, desnudar su alma. De ahí que un encuentro amoroso entre ellos tenga algo catártico y sea especialmente emocionante.



Hay otra escena, única, en la que aparece reflejado el mundo desquiciante de Holly, disfrazado de sonrisas y celebraciones aunque por debajo fluye un río de anhelos insatisfechos y miedosa incomunicación. Es la escena de la fiesta, que Blake Edwards preparó a conciencia celebrando una fiesta real durante varias horas antes de empezar a rodar, con los actores ya borrachos y despendolados. Y hay un momento allí en que una mujer se contempla en un espejo, copa en mano, y empieza a reírse de su imagen como una loca. Se suceden otras imágenes de la fiesta y vuelve a aparecer la misma mujer, ante el mismo espejo, llorando desconsoladamente, con ríos de rímel corriendo por su cara.


Una película que se etiquetó como comedia, aunque a mí me parece una herida remontando el vuelo a su manera, convirtiéndola en algo especial que no se olvida. Blake Edwards rodó poco después otra historia de marginales, dos alcohólicos; pero en la dramática, dura, redonda “Días de vino y rosas” no queda rastro de melancolía. 

'El último tango en París' de Bertolucci se etiquetó como película erótica, sin embargo es una trágica historia de incomunicación, con un inmenso Marlon Brando que le añade una profundidad vertiginosa.

Tras el final traumático de una relación puede caerse en la pasividad más vacía, o explotar en cualquier relación desesperada. En ambos casos se vive en el derrumbe, en el agujero negro de la incomprensión, la culpa, el afilado borde del mundo. Entonces nada importa y todo vale y ambas cosas se cuestionan. 



Paul (curiosa coincidencia, el protagonista de desayuno en Tiffany's también se llama Paul) acaba de quedarse viudo porque su mujer se ha suicidado. Su reacción será volcarse en una relación con la primera persona que se cruza en su camino, negándose a intercambiar datos personales, ni siquiera el nombre, sólo sexo, sin necesidad de preguntas. Porque lo íntimo para él es todo lo demás. Desnudar el alma es lo difícil, lo problemático, la fuente de la incomunicación. y Paul viene de la incomunicación más completa, con esa mujer que se ha suicidado por motivos desconocidos. Su desengaño vital no sólo le produce culpa, sino rebeldía defensiva. Y comienza la historia con una desconocida a modo de grito desgarrador.



En este drama la parte romántica la pone Paul. Él aporta la intensidad, la hondura, la rebeldía desesperada, la tristeza asumida. La chica, María Schneider, pasaba por allí, esa es la actitud vital que transmite. Parece evidente que no ha conocido el dolor, el profundo al menos, y no comprende los motivos de su amante porque son demasiado laberínticos, porque enfrentan, como en un espejo, toda la frustración, la libertad, las contradicciones humanas. Y eso da mucho miedo. Tanto que, tras vivir con él esa interesante aventura extraña, se niega en redondo a entablar una auténtica comunicación con Paul cuando éste, al final, quizás habiéndose librado del dolor, se atreve a ofrecerle como regalo todo lo demás. Empieza diciéndole su nombre y dispuesto a contarle, a compartir con ella lo que quiera.

Pero ella se siente amenazada, desbordada por la insólita profundidad que podría suponer una comunicación personal con él. Lo suyo, su medida, es el joven cineasta previsible y más o menos encantador, y desde luego más sencillo. Por eso decide acabar con esa relación de la manera más cobarde. La mirada de Brando en el balcón, despidiéndose de los tejados de París, es una de las más impresionantes que he visto en el cine. Tanta tristeza, tanta lucidez... Sin vuelta atrás.       





domingo, 7 de junio de 2015

'Match Point' de Woody Allen

Por Tesa Vigal

Dejando claro algo obvio, que algunos parecen olvidar, como es el hecho de que Woody Allen es un ser humano sujeto por tanto a irregularidades, altibajos, o repeticiones, ‘Match Point’ (una de sus pocas películas dramáticas) me volvió a transmitir la impresión de algo redondo, potente, intenso, turbador. Y no sólo porque habla de temas inquietantes como el misterio de eso que unos llaman suerte, otros llaman azar y otros destino. Del camino posesivo y devastador de algunas pasiones. Del poder autodestructivo de las decisiones “sensatas”, en este caso la elección de pareja. Sino además por la sobriedad implacable con la que se va desarrollando la historia, que apunta de alguna forma al enigma inconsciente que dirige nuestras vidas; sin juzgar.


La poderosa interpretación de Jonathan Rhys Meyers traspasa con su aliento ambivalente, acariciando la contradicción de sus deseos. Porque no sólo es un trepa, es un apasionado jugador arrastrado por sus emociones.

También es una historia sobre esos ríos en los que a veces caemos y entonces comienza un periodo de dejarnos llevar, sin aparente elección, cuando parece que los dioses nos han elegido como juguete pasajero de sus misteriosas energías. Como en esa escena en el museo, cuando los dos protagonistas vuelven a encontrarse, por casualidad, y él no puede evitar repetir su murmullo pidiéndola un teléfono, una forma de volver a verse, a pesar de la cercanía de su mujer. Un murmullo apremiante, incontrolable, rezumando destino. Sin pensar en las consecuencias. Curiosamente, igual que en su decisión final de sentido contrario, cuando decide apartarla de su vida con idéntica desesperación, aún más peligrosa.


Dos perdedores que se conocen en un escenario, ajeno, de la alta sociedad, a punto de tomar cada uno sendos caminos diferentes. Hacia arriba y hacia abajo, respectivamente, por intermedio de otras personas que jugarán un papel decisivo, aunque ocupen un papel secundario en sus vidas. Esas personas, el novio de ella, la mujer de él, añaden la triste adaptación a lo cotidiano, la ignorancia de lo que sucede a su alrededor por no querer mirarlo, en realidad por no querer sentir ni conocer de verdad a sus parejas, prefiriendo vivir en una tibieza cobarde en la que finalmente caerá también el protagonista.

Tras su decisión viene esa escena de sombras desoladas en la cocina, cuando se siente rodeado, casi cercado por el silencio espeso de la madrugada. Donde la constatación es melancolía y el sarcasmo una tentativa de sonrisa apaciguadora. Cuando recibe la visita de dos de sus fantasmas, admitiendo con equívoca resignación que a partir de entonces tendrá que convivir con ellos.

Y una tristeza impotente va calando hondo, como la lluvia de Londres donde sucede la historia. Como la lluvia torrencial en la que camina ella (Scarlett Johansson) después de haber recibido el rechazo de la madre de su novio, sintiéndose más que nunca una ‘extranjera’ por seguir persiguiendo sus sueños. Una lluvia ácida. Y como el título de una vieja canción de la Creedence: “Who’ll stop the rain”.  
     

lunes, 4 de mayo de 2015

The misfists-Vidas rebeldes de John Huston

Por Tesa Vigal

Aquella noche temblaban los cristales con el tráfico nocturno, mientras veía en la tele 'Los inadaptados', traducción literal del título de ese director tan irregular y humano como inolvidable. Y una perfecta luna llena y la película de Huston eran mi única compañía en aquella noche imprevista. Una película cuyo blanco y negro oscila entre el gris sucio del humo de Las Vegas, y unos radicales contrastes, espesos como tinta china, en las escenas del desierto, con sus escasos y perseguidos caballos salvajes destinados a convertirse en comida enlatada para perros. 

Sobre seres indómitos, por tanto, como sus personajes humanos, a pesar del duro precio que les cobra la vida por seguir siendo ellos mismos. Y protagonizada por actores en el último tramo de su vida. Montgomery Clift (su penúltima película), Marilyn Monroe y Clark Gable (última película para ambos). En Gable su vieja naturalidad socarrona aparece empapada por el cáncer terminal, en forma de mirada alejándose del mundo y unos gestos de austero y gentil empaque. Los ojos de Marilyn son más tristes que nunca, y parece rodearla una solitaria noche añil, con cierto olor a orquídea y a desierto, a tabaco y gasolina. Como en la escena en que sale tambaleándose borracha de una fiesta, rechaza un beso en la puerta y un baile inocente, poderoso y roto surge involuntario y tierno de sus brazos lánguidos y del mar de sus piernas. Y acaba rodeando lentamente, en abrazo perfecto, el tronco de un árbol, y allí se queda inmóvil, con una sonrisa delicada, casi frágil, respirando contra la madera viva en un largo, pleno silencio.

Su personaje conmueve quizás más, conociendo su triste vida de soledad en compañía, pero todos son personajes crepusculares, fuertes por pedir el máximo a la vida -¿libertad y amor?- frágiles por no conseguirlo. De sonrisa sin destino, pasos en la cuneta, ojos desolados y cuerpos que arden solos. Seres que están hechos para vivir, condenados a muerte por falta de escenario, de playas salvajes y compañeros de juego. Islas delicadas como los últimos caballos salvajes de Nevada, convertidos en malditas leyendas.

Nadie olvida a ese tipo de gente, y es que las personas excesivas son incómodas. Algunos las temen, otros las envidian, otros las condenan, y unos pocos las admiran; pero siempre desde lejos porque es más seguro. Esa conversación en la cabina telefónica de los enormes ojos de Montgomery Clift, asombrados por momentos de su propia melancolía, con su madre remota, con una familia que ya no lo es si es que alguna vez existió.

Planos de tesoros, lámparas mágicas, corazón limpio, cuerpo con alma y laberintos, trampas tendidas a sí mismos se percibirán si te acercas a sus miradas. Pero ellos, en general, y en palabras de uno de los personajes, el de Marilyn: "siempre acabo en el mismo lugar en que empecé". Y es que si este mundo es para ellos, lo disimula muy bien.


lunes, 30 de marzo de 2015

El amor a tres bandas de 'Jules et jim' de Truffaut

Tan especial como triste. Su encanto indefinible hechiza, perturba, provoca preguntas, hace volar y luego golpearte contra el misterio de la naturaleza humana y sus laberintos. Comparto la opinión de mi viejo amigo Jorge Martín que escribió sobre ella: “Este cineasta nació para hacer ‘Jules et Jim’. Es una película que tenía que existir, tenía que hacerse como en literatura ‘Crimen y castigo’ de Dostoievski, o como ‘M. el vampiro de Dusseldorf’, o como ‘Frankenstein’. No me habría importado demasiado si no hubiese hecho otra película en su vida salvo ésta”.

Esta película poética, lúdica, melancólica, cuestionadora, explora el origen de la amistad, de cómo la amistad es la base del amor (cuando es amor y no una relación intercambiable para remediar la soledad), de cuando el deseo surge de una íntima conexión y de cuando surge de un acercamiento inevitable, de las personas con muchas facetas a las que les resulta difícil poder compartirlas con una sola pareja, de la natural aparición de varias parejas de distinto nivel, contacto, expresión, pero todos ellos igualmente imparables. 
Por Tesa Vigal

Habla, por tanto, de la misma naturaleza del amor, uno de los grandes misterios, revelando que es tan natural una relación monógama como las otras, dependiendo de las personas implicadas. Y de la dificultad de encontrar personas que lo gocen y lo entiendan sin sufrir. Siempre suele aparecer un lado del espejo que acaba enturbiándolo y aquella relación con vocación de libre maravilla se estrella contra las contradicciones.


La historia empieza con la amistad profunda, cómplice, de Jules (Oscar Werner) y Jim (Henri Serre), de esas amistades tan compenetradas que llegan a formar casi una tercera persona producto de su mezcla única. Escenas llenas de rotunda intensidad y desenfadado juego que adquieren otro sentido y conexión a tres bandas cuando conocen a Catherine (Jeanne Moreau). El sentido que da mayor profundidad a su amistad, añadiendo a ella la peculiaridad de Catherine, su apuesta radical por la vida que fascinará a los dos amigos, les turbará, les enfrentará a sus contradicciones y les hará vivir en el presente, lo único que existe, reconociéndose a sí mismos y reconociendo a los otros. Vivir al límite no tiene que ver con acciones externas sino con actitudes internas y es insostenible aunque allí anida lo auténtico. 

Una frase de la película hablando sobre su encuentro con Catherine: “Jules y Jim estaban emocionados, como ante un símbolo que no comprendían”. Y Jules hablando de Catherine con Jim: “Hace las cosas a fondo, una por una. En todas las circunstancias, en medio de su claridad y su armonía, vive guiada por el sentimiento de su inocencia”.
A Catherine le fascina el soñador Jules. Y le atraerá con la misma intensidad el apasionado Jim. Pero hay más. A Catherine también le hará feliz la rica y divertida amistad de Jules y Jim, reconociéndola como una persona más. Por eso tendrá una relación con los tres y cada uno de los tres dará sus frutos, enfocará esquinas y rastreará huellas. El camino es la meta. La escena en la que Catherine se viste de chico y se pone un bigote y corren por la calle, como vagabundos de su propia complicidad. O cuando van en bicicleta, o cuando ella les canta, o les sonríe con desafiante alegría.

Y sin embargo esa melancolía, siempre aleteando sobre sus cabezas, porque ellos se muestran incapaces de sostener esa historia. Los dos se irán alejando, vencidos finalmente por sus miedos. Catherine también se rendirá, con una acción final que apunta a su más íntima y absoluta manera de sentir la vida. Para mí es ahí donde radica el más escurridizo misterio de la historia. Su lado más temible, ese que roza abismo y bucea bajo el mar profundo. Esa actitud que no admite convenciones ni sucedáneos. 
Truffaut
Pero siempre quedará lo luminoso de la amistad, la entrega incondicional de los niños jugando. El desafío de la libertad, ese ingrediente básico del amor, que pocos respetan (y aún menos miman). Suele preferirse la comodidad a corto plazo de las etiquetas y la supuesta seguridad de la lista de obligaciones.
Si se vive se explora. Si se explora da miedo. Si se vive el miedo, desaparece. Creo.