viernes, 9 de septiembre de 2016

Jim Jarmusch y su toque único. Una noche en la tierra, Mystery train, Dead man, Sólo los amantes sobreviven


Por Tesa Vigal


Esta entrada apareció en otro de mis blogs: cuadernos dionisíacos de la luna pálida. Creo que su sitio también está en mi blog de cine.

Una elegante directora de casting de Hollywood llega en avión a Los Ángeles y se sube al taxi de una adolescente Winona Ryder fumadora compulsiva, mascadora de chicle y palabras, con enorme llave inglesa colgando del cinturón de sus gastados pantalones. 
La de Hollywood acaba medio fascinada por el personaje de la taxista y le pregunta si quiere trabajar como actriz en la película que andan preparando. Ante su desconcierto, la chica responde que no, gracias. A ella lo que le gusta es su trabajo conduciendo el taxi y su sueño es montar un taller mecánico con su primo. 



"Pero a todo el mundo le gustaría ser famoso", insiste la de Hollywood.

"No señora, la entiendo, pero no me interesa, lo siento". (abajo taxi de Los Ángeles y taxi de Roma) 

Esta escena pertenece al primer episodio de 'Una noche en la tierra'una de las películas primeras de Jim Jarmusch. En otro, cuya acción sucede en Roma, el taxista es un delirante Roberto Benigni con gafas de sol a las tres de la madrugada, que le vacila al obispo que recoge en el centro de una plaza. El obispo espera en la acera que bordea la fuente y el taxista se para. Cuando lo ve acercarse arranca de nuevo rodeando la fuente unos metros, alejándose de él. Se para otra vez, haciéndole perseguir al taxi para regocijo del taxista. El diálogo que sigue, en realidad un monólogo de Benigni contándole al obispo, detalladamente, cómo se acostó con la mujer de su hermano. Al taxista le parece adecuado esa confidencia de madrugada, recorriendo las calles desiertas de Roma, porque estará acostumbrado a confesar feligreses. Además, le gusta oírse para relativizar su propia historia. Además, será divertido comprobar el efecto de sus palabras en el incómodo obispo, escuchando su incontenible chorro de detalles eróticos. 


El efecto será complicadamente inesperado. Mezclando, como en todas sus películas, lo dramático, lo poético, lo emotivo, lo extraño con lo cotidiano. 




Aceptar el aire de los tiempos sin cuestionarse si se está de acuerdo con él, o no, es comprensible porque te sientes integrado y aceptado. Pero es mal asunto porque no vives tu vida sino ideas ajenas, más o menos bien vistas, alimentando la incomunicación y una "correcta" falacia. 

Las películas de Jim Jarmusch, uno de los directores más personales del cine independiente, suelen tener como protagonistas más o menos vulnerables a gente que vive su vida. Esto les despoja del peso de ciertas máscaras sociales, dando a sus pasos una pureza fluida, inevitable, que a unos hace más fuertes y a otros les complica la existencia con desagradables consecuencias esperadas, o directamente extravagantes, llenando lo cotidiano de un toque duendil, de otro mundo inmerso con su encanto incómodo en la vida diaria más usual. 

La propia forma de contar de Jarmusch tiene la levedad de lo especial, cuando lo especial no se da importancia, sólo fluye digna, naturalmente, con la inocencia de lo auténtico en los gestos en los que el tiempo se ralentiza, porque estamos sintiendo sus emociones y esa es la aventura. Al margen de que se trate de la simple anécdota de dos turistas japoneses en el Menphis de los 80, seguidores del primer rock and roll y en concreto de Elvis Presley (abajo). 


Ese es el comienzo de 'Mystery train'. Los vemos vagando con su maleta por la ciudad provinciana, donde piensan visitar la casa museo de Elvis y su casa de discos. Ella, no deja de hablar. Él, no abre la boca. Acaban en un hotel de mala muerte, del que se ocupan dos negros tan surrealistas como conmovedores. Uno es el botones, un chaval que luce un antiguo gorrito que en otros tiempos usaban los botones con uniforme en hoteles con empaque. Su constante mirada de perplejo asombro contempla los consejos del recepcionista, un hombre maduro que le sugiere: "Tú lo que tienes que hacer es conseguirte una chaqueta como la mía" y se ajusta con toda la dignidad del mundo su chaqueta color rojo pasión (abajo con el gorrito del botones confundido con el fondo). 


A ese hotel llegarán el resto de personas de la historia. Entre ellos, una viuda italiana, pendiente del papeleo para enviar a Italia el ataúd de su marido, que recibirá por la noche la visita involuntaria del caballeroso y despistado fantasma de Elvis Presley. Ella, sentada en la cama y subiéndose la ropa hasta la nariz, le contempla perpleja y aterrada hasta cierto punto, pues es el fantasma el que parece más perdido, y le escucha decir: "Buenas noches señora, ¿dónde estoy?".

En 'Bajo el peso de la ley', rodada en blanco y negro, tres personas acabarán compartiendo celda por cuestiones peregrinas, arrastrados por su forma de ser. Uno de ellos el gran músico Tom Waits, cuyos poemas y canciones son un perfecto reflejo inclasificable de las películas de Jarmusch.

También en blanco y negro es el poema hipnótico 'Dead man', contando el periplo iniciático de Johny Depp en parajes del oeste del siglo XIX. Su personaje se llama William Blake, como el poeta visionario. En su peripecia se encuentra con un insólito indio gordo, que le revela que él, William, es en realidad un hombre muerto que aún camina.
Y al observar la innata puntería con la pistola de aquel curioso rostro pálido, le dice que quizás en esta vida haga poesía con la pistola (abajo dcha.). 

Tiene en común con 'Sólo los amantes sobreviven' (su última peli, que me ha dado ganas de hablar de las que me gustan de Jarmusch, otras me aburrieron, nadie es perfecto afortunadamente) su poesía fascinadora y lo original de la trama a partir de un género clásico, las historias de vampiros en lugar del western crepuscular.

Como en 'Dead man' las imágenes te absorben y cuando algo te atrapa te regodeas en cada instante paladeándolo, sin querer que se acabe. Creo que lo contrario de meterse en una historia es enredarse en su ritmo, por eso los que no disfruten del tiempo sin tiempo de una atmósfera que empapa, de la poesía, supongo que se quedarán fuera de esta peli por su relativa y esporádica lentitud.

A mí se me hizo corta. Dos amantes vampiros, ella una impresionante Tilda Swinton, que se conocen desde hace muchos siglos, a nadie cazan, a nadie matan, consiguen su ración diaria de sangre con chanchullos clandestinos en hospitales y, cada uno a su manera, están inmersos en vivir su vida, la que han descubierto tras sabiduría acumulada que plasman como pueden.

Ella vive en Tánger, escuchando música y leyendo poesía en una casa que parece el nido de una hada solitaria, entre alfombras, sedas sobre la cama, sugerencia de luces cálidas, esa belleza poderosa y profunda, escurridiza, que suele distinguir lo bello de lo bonito.

Él vive en el Detroit medio destruido y abandonado de la actualidad. Su casa está llena de cables, sintetizadores, guitarras eléctricas y violines. Es músico, tiene cierta fama con la melancólica música electrónica que compone, pero el ambiente de su casa refleja su ánimo envuelto en tristeza. No le gusta el mundo actual porque a la gente le da miedo imaginar y abundan los que viven una vida muerta como zombis.

A ella, por el contrario, la experiencia le ha enseñado a relativizar las épocas, los aires del tiempo y los momentos históricos. Se queda con la bondad y la amistad, como le dice a su amante cuando se reúnen para ayudarle con su tristeza.

Por lo dicho hasta ahora, supongo que se comprenderá que en esta película no hay violencia sino atmósfera. Así que no les gustará a quienes busquen vampiros sanguinarios, o monstruos a combatir. Sólo la singularidad de un tercer vampiro, gracioso contrapunto, la hermana de ella que les visita. Una adolescente seguidora de la tele, con voracidad indiscriminada y poca sutilidad.



Los amantes, curioso detalle, se llaman Adán y Eva, como si se tratara de una pareja que funda mundo, una estirpe paralela más viva que algunos humanos vivos y desde luego con mayor sensibilidad. 

Se quedan embelesados escuchando la actuación de la libanesa Yasmine Hamdan, en un local de Tánger. Yo también aluciné con su música, que desconocía, tan hipnótica y envolvente como la propia película. 

No falta el toque de humor lúdico en el nombre que elige él, cuando va a conseguir sangre a un hospital disfrazado de médico. En su tarjeta identificadora se lee: Doctor Fausto. Y el médico que le proporciona paquetes de sangre grupo 0 positivo, a cambio de dinero, es el doctor Watson. Elemental.

Su forma de andar contiene todo el tiempo del mundo en sus pasos, con algo entero, sereno y libre que no es de este mundo y, sin embargo, sugiere la tentación de lo posible.
Quien quiera ver otra película especial sobre vampiros le recomiendo el Drácula de Coppola. Una historia de un romanticismo desatado, en la cuerda floja de todo o nada, con elecciones que te hacen preguntarte si elegir la vida es lo mismo que elegir el amor y al revés. 

Algunos versos de una canción de Tom Waits:
"Nunca vi la mañana hasta que me pasé la noche sin dormir / Nunca vi la luz del sol / hasta que apagaste la luz".
                  

viernes, 12 de agosto de 2016

Bajo lo cotidiano: 'Blue velvet' de David Lynch

Por Tesa Vigal

Desasosegante. Película especialmente turbadora porque habla del lado oculto y oscuro, pero de lo cotidiano. Precisamente. Lo cotidiano, que suele presentar una cara tranquilizadora, supuestamente segura, rutinaria, políticamente correcta, a veces hasta el punto de caer en lo edulcorado. Esa  imagen de un bombero saludando sonriente con la mano.

Esa es una de las imágenes que abren la película con colores pastel, limpios, casi asépticos. Pero enseguida la cámara busca un primer plano del suelo de un jardín y allí entre la hierba vemos unos insectos: el ser más alejado del ser humano, por su aspecto “monstruoso” y su temible comportamiento mecánico, frío, algunos con la frialdad del metal y también su rigor implacable.

Poco después, el protagonista Jeffrey (Kyle MacLachaln) encuentra, también entre la hierba, como un producto más de la enigmática tierra, una oreja cortada que apunta, como los insectos, a situaciones violentas, desconocidas, a motivos oscuros, a consecuencias imprevisibles.

Constantemente están en juego las dos dimensiones. La “normal” está representada por la pareja joven de ingenuos y buenos chicos. Y la oscura, representada por Frank (Dennis Hopper), origen y catalizador de la violencia y revelador de sentimientos desconocidos ante su simple presencia. Sobre todo bajo el efecto perturbador que rezuma cuando se pone una mascarilla de oxígeno para respirar bien, o mejor dicho para desear bien, porque cada vez que se la coloca su excitación crece con su respiración, igual que ésta se agita rítmicamente en el acto sexual. Y por su actitud teatral en el sexo y la violencia, que llega a lo ritual remitiendo a los inclasificables ritos-juegos-motivos infantiles. Vistos desde fuera pueden resultar grotescos, vividos desde dentro su hondura puede llegar a ser explosiva.

El nexo de unión entre ambas dimensiones es la canción de los 50 de Bobby Vinton, que da título a la película y que se revela profundamente ambigua: suave como el terciopelo, sugerente como lo desconocido. También el personaje protagonista femenino (Isabella Rossellini), ya que por un lado actúa de manera sensible y por otro tiene asumido su propio lado oscuro.

David Lynch
Es evidente que toda la obra de Lynch está encaminada a investigar el misterio de la vida, el inconsciente, lo imaginario (en lo que se asemeja a Buñuel), la naturaleza del mal, lo misterioso, lo absurdo. En frase del propio Lynch: “en la vida amo lo absurdo sobre todas las cosas”. En boca de Jeffrey: este es un mundo muy extraño”. Y en boca de Frank: “está oscuro...”.

Desde la oscuridad de un armario, donde se esconde, espía Jeffrey a la protagonista. Desde el otro lado de lo cotidiano acecha lo desconocido tras su fachada. También desde la oscuridad de una calle nocturna aparece de repente desnuda Isabella Rosellini, siendo una de las imágenes que más llenan de zozobra porque la imagen no resulta erótica (la piel tiene aspecto ceniciento, la carne parece magullada, su movimiento torpe, desamparado) sino vulnerable, desafiante, cruda, áspera. Es decir apunta en realidad hacia el desnudo interior, el más difícil y raro, frágil, molesto.

Y la llama de una vela oscilando violentamente, como un símbolo-resumen de toda la historia. Y el beso ambiguo de Frank con los labios pintados a Jeffrey, antes de darle una paliza. Ambiguo porque en el fondo se enfrentan cara a cara dos lados del ser humano. Cada uno tiene lo que le falta al otro (es su doble). Ambiguo porque implica reconocimiento y traición, acercamiento y violencia. Frank invita a Jeffrey a “soñar juntos”.

El joven ingenuo acabará descubriendo en sí mismo la fascinación por el lado oculto de la vida, del sexo, descubriendo dentro de él una violencia hasta entonces ignorada. Es por tanto también un viaje interior desde la luz limpia y coloreada del jardín del principio, hasta la luz agobiante y sombría del apartamento de ella, donde el relieve de los objetos se difumina aunque sin embargo se hacen más hirientes los perfiles.

Y las imágenes finales vuelven a ser ambivalentes. La dulzura de una madre con su hijito recobrado, pero frente a ellos, en el alfeizar de la ventana, se ve posado a  un pajarito comiéndose un insecto. El misterio implacable sobre el que sólo se preguntan los más sensibles, los más sinceros, los que piden más a la vida.

Podría decir más sobre ella pero para hacerlo tendría que contar más de su trama. Mejor acabo con una frase sabia, impresionante de Lao Tsé (me lo imagino pronunciándola con enigmática sonrisa):
“Aquel que prefiriendo la luz,
Prefiere también la oscuridad
Es continuamente, sin fin,
La morada de la creación”.

       

martes, 5 de julio de 2016

' Vértigo' de Hitchcock

 Por Tesa Vigal

El cine de Hitchcock es muy peculiar, quizás por la amalgama tan personal de sus temas preferidos (pulsiones, mecanismos, obsesiones, oscuridades varias del ser humano) con su mirada lúdica, laberíntica, que cuestiona la objetividad de la vida a pesar, o por debajo, de hechos tan objetivos como persecuciones, asesinatos, o confusiones de identidad. Esta película en concreto es especialmente íntima, por ser la historia de una obsesión y por la atmósfera poética, brumosa, desconcertante. Una muy peculiar historia de amor a través del viaje interior del protagonista (James Steward) y, como en todos ellos, ya no será el mismo después de esa trayectoria vital, que discurre por la salud y la enfermedad psíquicas, con el amor como desencadenante. Y no un amor cualquiera, sino una fascinación que abarca el tema de la identidad, el suicidio, las apariencias devoradoras, la culpa y hasta la necrofilia.

En su primera capa, se trata de un trabajo de detective siguiendo a la misteriosa mujer de un amigo, por petición de éste. Una mujer que parece atrapada por el tema de las posibles vidas pasadas y una atracción desconcertante por el suicidio. Y comienza una persecución totalmente atípica. Nada de velocidad ni, ni carreras, ni prisas varias, propias del cine de acción más pedestre. Por el contrario, las escenas en que el detective sigue a esa mujer (Kim Novack) por las calles de San Francisco son casi hipnóticas, cuentan en silencio toda su trayectoria interior que va discurriendo lenta, imparablemente. Le vemos en un plano cercano, de frente, con las manos en el volante girando en cada curva como si estuviera a punto de revelársele algo. Como si su coche anduviera de puntillas en un silencio repleto de emociones sin palabras. Y, en efecto, se le revelan muchas cosas, algunas contradictorias, otras con apariencia definitiva, tan definitiva como la muerte.

Nunca estuvo Kim Novack tan misteriosa como en esta película y eso la hace perfecta para el personaje. Las escenas de amor, ensombrecidas por el  hechizo de la sombra de la muerte, tienen una contención densa, sugerente, cuya culminación es la escena de un beso justo al borde de un acantilado. Y la atmósfera entre los dos, mientras toman un café en la casa de él, les envuelve con todo el peso de lo que no se dicen, que se queda flotando en el aire, como telaraña invisible.

Una mujer igual, pero distinta. Un detective cuerdo, aunque enloquecido. Un antiguo convento español a las afueras de San Francisco. El aire de un sueño, de esos intensos que rezuman mensaje misterioso aunque su forma se dibuje sobre la trivialidad de lo cotidiano. Una historia fronteriza. Un desafío al inconsciente. Un amor fantasmal, sinuoso, evasivo, sutilmente penetrante como la estela de un perfume. Casi igual que la muerte. El Vértigo del título no se refiere sólo al vértigo físico del protagonista, sino sobre todo a los acontecimientos en espiral, repitiéndose siempre en un nivel distinto.

Historia que habla del poder subyugante de una imagen, de una idea cuando uno se enamora de ella, más allá de la persona. De esa imagen y de ninguna otra. Porque aunque ella desaparezca, de radical manera brusca, la obsesión le persigue. Hasta que en una inesperada segunda parte ella reaparece, o al menos lo parece, cuando resultaba imposible, dando así un giro onírico a unas escenas de aparente vida cotidiana que discurren a contrapelo. Y el efecto es inquietante.

Con qué decisión compulsiva él va cambiando el pelo de ella, su maquillaje, la forma de vestir... Reconstruyendo una imagen hasta recuperarla por completo. Pero ¿qué es lo que recupera? ¿Algo real…? No importa, porque para él lo es. Y en el fondo, el mundo ¿no es una creación de nuestra percepción personal? ¿De qué se enamora el detective? Del misterio, de la muerte, de lo destructivo, de lo desconocido, de lo imposible. Y, claro, ante una mujer que encarna todo eso, nada puede hacer su contrapunto: la buena chica sensata, práctica, protectora. En realidad son dos mujeres opuestas. Y, quizás porque es la buena chica la que le haría feliz, él elige lo imposible.

La presencia de ella es constante, escurridiza, envolvente, al margen de que esté muerta o viva, sea ella o alguien que se le parece... Ahí está esa mirada perdida de Kim Novack junto al tronco del árbol cortado, siguiendo lentamente con el dedo los anillos concéntricos que marcan el tiempo: “Aquí nací yo... Y aquí morí...”. En medio de un bosque de enormes árboles centenarios. Pero ¿quién es ella en realidad? Sus motivaciones siguen siendo brumosas en la segunda parte, aunque traiga la aclaración a muchas preguntas, quizás porque de pronto nos parecen superficiales las preguntas que serían relevantes en otra historia: ¿qué pasó, a quién y cómo?, cuando lo verdaderamente oscuro siguen siendo los motivos.

Cada detalle es importante (joya, tipo de onda del pelo, los anillos en la sección del árbol cortado...), con un significado decisivo no tanto para aclarar los hechos de la historia, sino por su relieve simbólico con su sola presencia. La enigmática presencia quieta de las cosas, que desafían de alguna manera.

Película de dos finales. En eso se parece a ciertas canciones magnéticas, aunque también en su ritmo reiterativo que acaba hipnotizando. Y ese plano final vertiginoso, por dentro y por fuera, sin saber cuál es el efecto, catártico en todo caso, de la última escena donde sucede algo horrible, definitivo, sellando para siempre el acceso a la imagen perseguida. Aun así nos quedamos sin saber el efecto que tendrá en el detective: ¿culpabilizado? ¿Liberado de su obsesión y su vértigo? ¿Fascinado para siempre por la repetición cíclica del anterior final?

“Vértigo” es la potente realidad de un sueño, o/y lo perturbador de una realidad onírica. Me recuerda a una frase del escritor Lawrence Durrell (de ‘El cuarteto de Alejandría’): “Vivimos vidas que se basan en una selección de hechos imaginarios”.
 

  

viernes, 6 de mayo de 2016

Out of the blue de Dennis Hopper

Por Tesa Vigal

Según el propio Dennis Hopper, protagonista y director de esta película de aliento desesperado, es una ojeada a la vida de su personaje en la mítica Easy Ryder (también escrita y dirigida por él), quince años después. Y está inspirada en la canción de Neil Young del mismo título, cuyos primeros versos dicen: “el rock and roll está aquí para quedarse / es mejor quemarse / que desvanecerse”.

Un hippy con un periplo marginal que ha incluido visitas a la cárcel, refugio en el alcohol, y una compañera amorosa tan problemática como él, ambos con esa aureola mitad conmovedora, mitad irritante, que envuelve a los seres soñadores que caminan torpemente por la sociedad y son vapuleados por ella con demasiada frecuencia, tienen una hija adolescente que sigue los pasos rebeldes de sus padres. Por lo tanto su rebeldía es doble y desesperada. 

Linda Manz (actriz de poderoso magnetismo y de corta carrera en el cine) la encarna con un brillo de melancolía rabiosa, de pureza salvaje, de hondura sin concesiones porque ya no se trata de liberarse de convenciones sociales, como hicieron sus padres, sino de ir más allá, y tratar de liberar el alma.


Utopía no es sinónimo de ilusorio, sino de ideal lejano, más aún en tiempos en los que reina la apariencia, el consumismo, el tener y el parecer en lugar de ser, cuando prevalece lo políticamente correcto, o la preocupación por el aspecto físico, adorando marcas o tecnologías, 0 cuando se persiste en la destructiva actitud amorosa de considerar una propiedad  al objeto amado (con todo el arsenal conservador que eso implica).

La adolescente protagonista de esta historia, en plena época punk, ama a Elvis no sólo como a un pionero, sino por esa canción que escucha constantemente: “el hotel de los corazones rotos”. A continuación parte de lo escribí en la revista “Mandrágora y el Pirata” cuando se estrenó aquí la peli, en el 82, en el cine Alphaville de Madrid (hoy Golem), incluyendo una tertulia posterior en el café del cine con un conmovedor Dennis Hopper pasado de botella:

De cuero negro y mirada alerta, princesa exiliada, tú y yo sabemos lo que significa la muerte de una sonrisa. Cuando nos piden fiesta y amable compañía suele ser una amenaza lo que flota en el aire, así que nos pusimos las botas altas y abandonamos eso que llamaban hogar sin serlo. Creo que pensaban que ser dulces y encantadoras implicaba sumisión y vacío, por eso nunca entendieron nuestro sentido del humor, ni el corazón en la mano cuando ofrecíamos nuestra amistad. Entonces les revelamos nuestros ojos más limpios, nuestra voz rota, nuestra fragilidad, los silencios más profundos y la diferencia entre fidelidad y lealtad. Pero de nada sirvió, no era eso lo que les interesaba. Buscaban trofeos sin alma, o escudos contra su oscuridad. En cualquier caso el miedo les hizo recular disimuladamente. Y nosotras no quisimos volver a equivocarnos y guardamos nuestros sueños para quien los mereciera. Nadie dice que sean fáciles de entender y aunque estuvimos a punto de escupir en nuestras huellas, fueron otros los que finalmente lo hicieron.


Nunca tuvimos nada que ver con intrusos, sólo el roce imprescindible para pasar de su falso consuelo, ese que suele ir acompañado de doradas palabras de admiración, pero vacías como las monedas falsas, o los formalismos.

Responderemos con acero a los dedos de falsa suavidad. Pero seguiremos buscando las puertas de entrada y salida porque jamás supimos doblegarnos, pequeña triste, y seguimos siendo tan salvajes como los caballos indómitos y los poetas verdaderos. Pensándolo bien no me extraña que parezca excesivo; a ti, pequeña triste, y a mí también nos asusta, pero no podemos remediarlo.

Mueven sus torpes gestos tratando de parecer lo más conveniente y así se acercan, pero no para querernos, pequeña mía, sino para no desnudar su alma. Cualquier cosa con tal de no mirar el fondo de tus ojos. No, la vida no nos sorprende aunque siga intacta nuestra imaginación, nuestro asombro. Por eso nos cuidaremos bien, abiertas con serena firmeza. Montaremos en flexibles guitarras porque ahí sigue latiendo el corazón, porque ellas hablan el lenguaje de la intimidad sin barreras. Y seguiremos caminando con las manos al viento, hasta el final. Porque la libertad es la fuente del amor y el amor nuestro eterno compañero. Ser malinterpretado le sucede a cualquiera, pero siendo uno mismo ya no duele, lo que permanece es la reconfortante libertad con su dulce, sereno, entero sabor.

Dos versos de Lou Reed: “Los vagabundos como nosotros hemos nacido para jugar”. Y “amores legendarios me persiguen en sueños”.

viernes, 25 de marzo de 2016

'El séptimo sello' de Ingmar Bergman

Por Tesa Vigal

Tanto sus imágenes como su argumento tienen la huella de lo legendario. En cuanto que su base es la vida completada, recreada a través de un relato explorador. Por tanto contiene la hondura especial de los símbolos, el lenguaje analógico de los sueños. El aliento de las preguntas vitales.  Lo inquietante de las preguntas sentidas más allá de las respuestas. Un caballero regresa de las cruzadas y se encuentra con personajes varios: una chica acusada de brujería, una familia de juglares y titiriteros, procesiones de flagelantes, su propio escudero cínico (que recuerda a Sancho Panza pero sin su ingenuidad)... Y todos ellos inmersos en lugares recorridos por la peste. También se encuentra con la muerte a quien reta a una partida de ajedrez, no por miedo sino para poder interrogarla sobre temas vitales como Dios, o el sentido de la vida.


Esta película, de impactante fuerza visual con un brumoso blanco y negro, comienza con unos acordes del Dies Irae y una enigmática frase del Apocalipsis: “Cuando abrió el séptimo sello, se hizo un silencio en el cielo como de media hora”. Y en sus sobrecogimientos repentinos recuerda a veces al cine de Dreyer.

El “aleph” –según cuenta Borges en el relato del mismo título- es una zona del espacio que contiene el universo. Pues bien, El séptimo sello está llena de “aleph”. De imágenes y silencios que contienen el mundo entero. Una mirada sostenida hasta la aberración. Hasta hacerse casi insoportable. Una mirada infinita. Una de esas películas que podrían verse sin sonido y seguiría hipnotizando igual, o casi igual. La película del relieve reptante: inocencia y muerte. Y una inolvidable partida de ajedrez en la playa, entre la muerte más inquietante y sobria que yo he visto en el cine (esa redonda cara blanca que parece absorber al mundo entero) y el caballero camino al hogar, Max von Sydow como un Ulises iniciático, buscando la luz del viaje, la luz de Itaca. Ese viaje en el cual no importa llegar a la meta sino el mismo recorrido.


Aquí va parte de uno de los diálogos del protagonista con la muerte:
Caballero: “¿Porqué, al menos, no me es posible matar a Dios en mi interior? ¿Por qué prefiere vivir en mí de una forma tan dolorosa y humillante, puesto que yo le maldigo y desearía expulsarlo de mi corazón? ¿Sabes? Estoy a punto de llegar a una conclusión... Creo que Dios es una especie de realidad engañosa, de la cual los hombres como yo no podemos desprendernos... Por eso yo quiero saber. No deseo creer. Ni suponer, sino saber... Deseo que Dios me tienda la mano, ver su rostro y que me hable”.

Muerte: “Pero se calla”.
Caballero: “Así es... Le grito en medio de la noche, pero es como si no hubiera nadie en ningún sitio”.
Muerte: “Puede que no haya nadie”.
Caballero: “Sí, ya lo he pensado. Pero, en ese caso, la vida sería un horror absurdo. Nadie es capaz de vivir con la muerte ante sus ojos y creyendo que todo ha de desembocar en la nada más absoluta”.
Muerte: “La mayor parte de los hombres no piensan ni en la muerte ni en nada”.


Y el dato, curioso y esperanzador, de que los únicos personajes que se salvan son los que viven lúdica, sencilla, creativamente. Aunque finalmente sigue quedando la pregunta en el viento: la tuya y las demás. También serían preguntas de Itaca, lo importante es formulas, no las posibles respuestas.

Para mí se asemeja a la fascinante ‘Persona’, en su poesía desesperada, la involuntaria actitud irrenunciable, sus pasos sobre el agua donde también se puede escribir, o quizás dibujar al amanecer, el enigma de vivir sobre cualquier frontera…

  

domingo, 28 de febrero de 2016

Bonnie and Clyde de Arthur Penn


Por Tesa Vigal

'Bonnie and Clyde' es una película con un especial atractivo que se desprende de la peculiar historia de sus protagonistas, de sus actores (Faye Dunaway y Warren Beatty) y de sus magnéticas imágenes, tan sugerentes como la escena en que ella deambula desnuda por su habitación, sabiendo que la vida que está viviendo no es la suya, como un indómito ser enjaulado esperando su momento, su sitio. O tan potentes como la del coche avanzando en el silencio de la carretera desierta, camino de la trampa en la que será acribillado a balazos, con los cuerpos de sus ocupantes oscilando violentamente con los impactos rabiosos, de interminables disparos, como peleles de trapo. 

La película se abre con las fotos de los años 30 de los personajes reales, con su tono amarillento, sucio, seco. Luego, un primer plano de los labios de Bonnie caminando en su habitación, golpeando con la mano los barrotes de la cama, otro primer plano de sus ojos, su mirada aburrida, anhelante, dispuesta... Se asoma a la ventana y ve a un chico rondando el coche de su madre, aparcado en la calle, y en el breve intercambio de palabras se produce un reconocimiento difuso pero certero, aún en el aire. Ella se viste y baja a la calle para reunirse con él, y ya no se separarán. Más que dos chicos que se conocen, parecen dos respuestas a sus preguntas vitales: ¿Cómo y cuándo voy a apartarme de todo esto?

Los dos piden a la vida más de lo que la vida ofrece. Por eso, no serán simples ladrones de bancos, el dinero es secundario, lo importante es vivir de otra manera, apenas con referencias, aunque implique una forma de vida más que peligrosa, sin salida. Clyde le advierte que: "No tendrás un minuto de paz". Y ella responde: "¿Me lo prometes?". Hay en esa elección algo desesperado, como si contuviera una apuesta irreversible y también un toque inocente, trágico, armonizando con la época de la gran depresión pero más allá de ella. Cuando se encuentran con unos campesinos a los que el banco acaba de dejar sin casa, se presentan diciendo sus nombres y añadiendo: "atracamos bancos". 

A la pareja se unen el hermano de Clyde (el gran Gene Hackman) y un entrañable chaval de una gasolinera, aún más inocente que ellos. Ninguno piensa ¿para qué? Saben que todo lo racional y sensato es opuesto a su actitud. Incluso Bonnie lo reconoce en el poema sobre su vida, que publican en los periódicos, un poema melancólico, conmovedora mezcla de 

ingenuidad y lucidez. Y ellos siguen tratando de dejar claras las cosas, como en un atraco en el que preguntan a un campesino si el dinero que tiene en las manos es suyo o del banco: "Quédese con él".

Sólo que en su vida casi nada es claro, sino laberíntico. Como la propia relación amorosa de la pareja, basada en una profunda conexión que tropieza con el miedo de Clyde a la hora de acostarse juntos. Pero ella lo sabe, entiende, y cuando él se va a disculpar tras uno de sus tensos abrazos, sobre una cama tan revuelta como sus emociones, ella reconoce que le importa, pero le da igual. Ella no está con él para eso, aunque le gustaría un montón incluirlo. Por eso es conmovedor el momento en que al fin, poco antes de morir, se acuestan en un improvisado campo de trigo, y así parecen completar su relación y su vida sólo durará ya un poco más.

Delirante la escena en que dan la vuelta con el coche recién robado, para recoger a sus dueños, una pareja de novios con los que prosiguen unos cuantos kilómetros, como si quisieran acoger con ellos cualquier encrucijada. Y empapada de melancolía la escena en que se reúnen con su familia en una merienda en el campo, al aire libre porque su casa estará vigilada, en una tarde dorada, salpicada de silencios, sonrisas leves, bocadillos para los niños jugando, y la lucidez de su madre dando a su hija por perdida. Nada de sueños, tienen que seguir huyendo. Hasta el final.