viernes, 25 de marzo de 2016

'El séptimo sello' de Ingmar Bergman

Por Tesa Vigal

Tanto sus imágenes como su argumento tienen la huella de lo legendario. En cuanto que su base es la vida completada, recreada a través de un relato explorador. Por tanto contiene la hondura especial de los símbolos, el lenguaje analógico de los sueños. El aliento de las preguntas vitales.  Lo inquietante de las preguntas sentidas más allá de las respuestas. Un caballero regresa de las cruzadas y se encuentra con personajes varios: una chica acusada de brujería, una familia de juglares y titiriteros, procesiones de flagelantes, su propio escudero cínico (que recuerda a Sancho Panza pero sin su ingenuidad)... Y todos ellos inmersos en lugares recorridos por la peste. También se encuentra con la muerte a quien reta a una partida de ajedrez, no por miedo sino para poder interrogarla sobre temas vitales como Dios, o el sentido de la vida.


Esta película, de impactante fuerza visual con un brumoso blanco y negro, comienza con unos acordes del Dies Irae y una enigmática frase del Apocalipsis: “Cuando abrió el séptimo sello, se hizo un silencio en el cielo como de media hora”. Y en sus sobrecogimientos repentinos recuerda a veces al cine de Dreyer.

El “aleph” –según cuenta Borges en el relato del mismo título- es una zona del espacio que contiene el universo. Pues bien, El séptimo sello está llena de “aleph”. De imágenes y silencios que contienen el mundo entero. Una mirada sostenida hasta la aberración. Hasta hacerse casi insoportable. Una mirada infinita. Una de esas películas que podrían verse sin sonido y seguiría hipnotizando igual, o casi igual. La película del relieve reptante: inocencia y muerte. Y una inolvidable partida de ajedrez en la playa, entre la muerte más inquietante y sobria que yo he visto en el cine (esa redonda cara blanca que parece absorber al mundo entero) y el caballero camino al hogar, Max von Sydow como un Ulises iniciático, buscando la luz del viaje, la luz de Itaca. Ese viaje en el cual no importa llegar a la meta sino el mismo recorrido.


Aquí va parte de uno de los diálogos del protagonista con la muerte:
Caballero: “¿Porqué, al menos, no me es posible matar a Dios en mi interior? ¿Por qué prefiere vivir en mí de una forma tan dolorosa y humillante, puesto que yo le maldigo y desearía expulsarlo de mi corazón? ¿Sabes? Estoy a punto de llegar a una conclusión... Creo que Dios es una especie de realidad engañosa, de la cual los hombres como yo no podemos desprendernos... Por eso yo quiero saber. No deseo creer. Ni suponer, sino saber... Deseo que Dios me tienda la mano, ver su rostro y que me hable”.

Muerte: “Pero se calla”.
Caballero: “Así es... Le grito en medio de la noche, pero es como si no hubiera nadie en ningún sitio”.
Muerte: “Puede que no haya nadie”.
Caballero: “Sí, ya lo he pensado. Pero, en ese caso, la vida sería un horror absurdo. Nadie es capaz de vivir con la muerte ante sus ojos y creyendo que todo ha de desembocar en la nada más absoluta”.
Muerte: “La mayor parte de los hombres no piensan ni en la muerte ni en nada”.


Y el dato, curioso y esperanzador, de que los únicos personajes que se salvan son los que viven lúdica, sencilla, creativamente. Aunque finalmente sigue quedando la pregunta en el viento: la tuya y las demás. También serían preguntas de Itaca, lo importante es formulas, no las posibles respuestas.

Para mí se asemeja a la fascinante ‘Persona’, en su poesía desesperada, la involuntaria actitud irrenunciable, sus pasos sobre el agua donde también se puede escribir, o quizás dibujar al amanecer, el enigma de vivir sobre cualquier frontera…