Por Tesa Vigal
El cine de Hitchcock es muy peculiar,
quizás por la amalgama tan personal de sus temas preferidos (pulsiones,
mecanismos, obsesiones, oscuridades varias del ser humano) con su mirada
lúdica, laberíntica, que cuestiona la objetividad de la vida a pesar, o por
debajo, de hechos tan objetivos como persecuciones, asesinatos, o confusiones
de identidad. Esta película en concreto es especialmente íntima, por ser la
historia de una obsesión y por la atmósfera poética, brumosa, desconcertante. Una
muy peculiar historia de amor a través del viaje interior del protagonista
(James Steward) y, como en todos ellos, ya no será el mismo después de esa
trayectoria vital, que discurre por la salud y la enfermedad psíquicas, con el
amor como desencadenante. Y no un amor cualquiera, sino una fascinación que
abarca el tema de la identidad, el suicidio, las apariencias devoradoras, la
culpa y hasta la necrofilia.
En su
primera capa, se trata de un trabajo de detective siguiendo a la misteriosa
mujer de un amigo, por petición de éste. Una mujer que parece atrapada por el
tema de las posibles vidas pasadas y una atracción desconcertante por el
suicidio. Y comienza una persecución totalmente atípica. Nada de velocidad ni,
ni carreras, ni prisas varias, propias del cine de acción más pedestre. Por el
contrario, las escenas en que el detective sigue a esa mujer (Kim Novack) por
las calles de San Francisco son casi hipnóticas, cuentan en silencio toda su
trayectoria interior que va discurriendo lenta, imparablemente. Le vemos en un
plano cercano, de frente, con las manos en el volante girando en cada curva
como si estuviera a punto de revelársele algo. Como si su coche anduviera de
puntillas en un silencio repleto de emociones sin palabras. Y, en efecto, se le
revelan muchas cosas, algunas contradictorias, otras con apariencia definitiva,
tan definitiva como la muerte.
Nunca
estuvo Kim Novack tan misteriosa como en esta película y eso la hace perfecta
para el personaje. Las escenas de amor, ensombrecidas por el hechizo de la sombra de la muerte, tienen una
contención densa, sugerente, cuya culminación es la escena de un beso justo al
borde de un acantilado. Y la atmósfera entre los dos, mientras toman un café en
la casa de él, les envuelve con todo el peso de lo que no se dicen, que se
queda flotando en el aire, como telaraña invisible.
Una
mujer igual, pero distinta. Un detective cuerdo, aunque enloquecido. Un antiguo
convento español a las afueras de San Francisco. El aire de un sueño, de esos
intensos que rezuman mensaje misterioso aunque su forma se dibuje sobre la
trivialidad de lo cotidiano. Una historia fronteriza. Un desafío al
inconsciente. Un amor fantasmal, sinuoso, evasivo, sutilmente penetrante como
la estela de un perfume. Casi igual que la muerte. El Vértigo del título no se
refiere sólo al vértigo físico del protagonista, sino sobre todo a los
acontecimientos en espiral, repitiéndose siempre en un nivel distinto.
Historia
que habla del poder subyugante de una imagen, de una idea cuando uno se enamora
de ella, más allá de la persona. De esa imagen y de ninguna otra. Porque aunque
ella desaparezca, de radical manera brusca, la obsesión le persigue. Hasta que
en una inesperada segunda parte ella reaparece, o al menos lo parece, cuando
resultaba imposible, dando así un giro onírico a unas escenas de aparente vida
cotidiana que discurren a contrapelo. Y el efecto es inquietante.
Con
qué decisión compulsiva él va cambiando el pelo de ella, su maquillaje, la
forma de vestir... Reconstruyendo una imagen hasta recuperarla por completo.
Pero ¿qué es lo que recupera? ¿Algo real…? No importa, porque para él lo es. Y
en el fondo, el mundo ¿no es una creación de nuestra percepción personal? ¿De
qué se enamora el detective? Del misterio, de la muerte, de lo destructivo, de
lo desconocido, de lo imposible. Y, claro, ante una mujer que encarna todo eso,
nada puede hacer su contrapunto: la buena chica sensata, práctica, protectora.
En realidad son dos mujeres opuestas. Y, quizás porque es la buena chica la que
le haría feliz, él elige lo imposible.
La
presencia de ella es constante, escurridiza, envolvente, al margen de que esté
muerta o viva, sea ella o alguien que se le parece... Ahí está esa mirada
perdida de Kim Novack junto al tronco del árbol cortado, siguiendo lentamente
con el dedo los anillos concéntricos que marcan el tiempo: “Aquí nací yo... Y
aquí morí...”. En medio de un bosque de enormes árboles centenarios. Pero
¿quién es ella en realidad? Sus motivaciones siguen siendo brumosas en la
segunda parte, aunque traiga la aclaración a muchas preguntas, quizás porque de
pronto nos parecen superficiales las preguntas que serían relevantes en otra
historia: ¿qué pasó, a quién y cómo?, cuando lo verdaderamente oscuro siguen
siendo los motivos.
Cada
detalle es importante (joya, tipo de onda del pelo, los anillos en la sección
del árbol cortado...), con un significado decisivo no tanto para aclarar los
hechos de la historia, sino por su relieve simbólico con su sola presencia. La
enigmática presencia quieta de las cosas, que desafían de alguna manera.
Película
de dos finales. En eso se parece a ciertas canciones magnéticas, aunque también
en su ritmo reiterativo que acaba hipnotizando. Y ese plano final vertiginoso,
por dentro y por fuera, sin saber cuál es el efecto, catártico en todo caso, de
la última escena donde sucede algo horrible, definitivo, sellando para siempre
el acceso a la imagen perseguida. Aun así nos quedamos sin saber el efecto que
tendrá en el detective: ¿culpabilizado? ¿Liberado de su obsesión y su vértigo?
¿Fascinado para siempre por la repetición cíclica del anterior final?
“Vértigo”
es la potente realidad de un sueño, o/y lo perturbador de una realidad onírica.
Me recuerda a una frase del escritor Lawrence Durrell (de ‘El cuarteto de
Alejandría’): “Vivimos vidas que se basan en una selección de hechos
imaginarios”.